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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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—Una robusta canción de marineros —dijo Donald—, eso es lo que nos hace falta. Yojo-jó,<br />

la botella de ron.<br />

Yo les dejé y me fui a proa, y allí, tripa abajo, me asomé a contemplar cómo el casco<br />

cortaba el cristalino mar azul. De cuando en cuando, allá adelante, rompía la superficie una<br />

bandada de peces voladores, que arrojando destellos azul y plata salían al aire y rasaban el<br />

agua, como golondrinas de verano cazando insectos sobre un prado azul.<br />

A las ocho llegamos a nuestro destino, una playa de casi un kilómetro de longitud tendida<br />

al pie del Pandokrator. Allí el olivar bajaba casi hasta la orilla, sólo separado del mar por una<br />

ancha faja de guijarros. Al acercarnos a tierra paramos el motor y nos dejamos llevar<br />

suavemente por el impulso que traíamos. Ya sin el ruido del motor, se oían los gritos de las<br />

cigarras dándonos la bienvenida. Con enorme suspiro, la motora hundió la proa en los<br />

guijarros de la orilla. Salió de la cabina su dueño, un mocito moreno y ágil, y desde la proa<br />

saltó a tierra con el ancla, que alojó firmemente entre las piedras. Luego amontonó toda una<br />

colección de cajas junto a la proa, formando una especie de vacilante escalerilla por la cual<br />

descendieron Mamá y Margo ayudadas por Kralefsky, que hacía una fina reverencia cada vez<br />

que una de las señoras ponía pie en tierra, pero deslució un poco el efecto porque sin darse<br />

cuenta, al dar un paso atrás, se metió en quince centímetros de agua salada y se estropeó<br />

irremisiblemente la raya del elegante pantalón. Al cabo nos vimos en tierra todos, junto con<br />

nuestros avíos y bagajes, y dejando las cosas a la sombra de los olivos, desperdigadas como<br />

restos de un naufragio arrastrados por el mar, subimos por la ladera hasta la villa de<br />

Stavrodakis.<br />

La villa era grande y cuadrada, de paredes rojas deslucidas y postigos verdes, y estaba<br />

construida en alto de tal manera que el piso inferior formaba una espaciosa bodega. Por el<br />

camino de acceso discurría un desfile de muchachas del campo, que circulaban con gatuna<br />

agilidad llevando cestos de uva sobre la cabeza. Stavrodakis vino sorteándolas para<br />

recibirnos.<br />

—¡Cuánto honor, cuánto honor! ¡Cuánto honor me hacen ustedes! —repetía con cada<br />

presentación.<br />

Nos sentó a todos en el porche, debajo de un gran dosel de luminosas buganvillas rojas, y<br />

descorchó varias botellas de su mejor vino, que era espeso y recio, y de un lustre rojo apagado<br />

que hacía el efecto de que nos estuviera llenando los vasos de granates. Ya fortalecidos y<br />

ligeramente mareados por aquel caldo, nos condujo a las bodegas, adelantándose a mostrarnos<br />

el camino como un amable escarabajo negro.<br />

La bodega era tan grande que sus zonas más oscuras estaban alumbradas con lámparas de<br />

aceite, pequeñas mechas que parpadeaban en tazones del líquido ambarino. Estaba dividida en<br />

dos partes y Stavrodakis nos llevó primero a donde se pisaba la uva. En la semipenumbra se<br />

destacaban sobre todo lo demás tres cubas gigantescas. Una la estaba llenando de uva un<br />

desfile constante de campesinas; las otras dos estaban ocupadas por los pisadores. En un<br />

rincón, sentado en una barrica puesta de pie, un viejo gris de frágil aspecto tocaba el violín<br />

con gran solemnidad.<br />

—Este es Taki y ése es Yani —dijo Stavrodakis, señalando a los dos pisadores.<br />

De Taki no asomaba más que la coronilla por encima del borde del lagar, mientras que de<br />

Yani se veían aún la cabeza y los hombros.<br />

—Taki lleva pisando desde anoche —dijo Stavrodakis, lanzando una ojeada nerviosa a<br />

Mamá y Margo—, por lo que mucho me temo que esté un poco ebrio.<br />

Efectivamente, las densas emanaciones de la casca que llegaban hasta donde estábamos<br />

eran bastante embriagadoras, de modo que concentradas en las cálidas profundidades del lagar<br />

debían tener el triple de potencia. De la base del lagar manaba el mosto a una artesa donde<br />

quedaba oculto bajo cúmulos de espuma, del color rosado de la flor del almendro; y de allí<br />

pasaba por sifón a las cubas.

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