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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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de lumbres de carbón de encina parpadeaba y resplandecía bajo las cacerolas humeantes. Una<br />

gran variedad de cacharros cubría las paredes: ollas de cobre, hervidores, trincheros, cafeteras,<br />

enormes fuentes y soperas, teñidos todos del resplandor rojo-rosado de los fuegos, que les<br />

arrancaba guiños y brillos de cicindela. En el centro se alzaba una mesa de comedor de cuatro<br />

metros de largo, de hermoso nogal pulido. Estaba puesta con todo esmero para dos<br />

comensales, con servilletas de nívea blancura y cubiertos relucientes. En el centro de la mesa,<br />

dos gigantescos candelabros de plata sostenían sendos bosques blancos de velas encendidas.<br />

El efecto conjunto de cocina y comedor de pala combinados resultaba muy extraño. Hacía<br />

mucho calor, y la concentración de aromas suculentos era tal que casi ahogaba la fragancia de<br />

la condesa.<br />

—Espero que no te importe comer en la cocina —dijo la condesa, de una manera que se<br />

diría que, efectivamente, no había en el mundo nada más degradante que alimentarse en tan<br />

humilde lugar.<br />

Respondí que comer en la cocina me parecía muy sensato, sobre todo en invierno, porque<br />

se estaba más caliente.<br />

—Exactamente —dijo ella, al tiempo que tomaba asiento en la silla que le presentaba<br />

Demetrios-Mustafá—. Y además, si comemos arriba este turco anciano se me queja de lo<br />

mucho que tiene que andar.<br />

—No me quejo de la distancia, sino del peso de la comida —dijo Demetrios-Mustafá,<br />

escanciando en nuestras copas un pálido vino verdidorado—. Sería más llevadero si no<br />

comiera usted tanto.<br />

—Anda, deja de quejarte y sírvenos —dijo ella quejumbrosa, metiéndose cuidadosamente<br />

la servilleta bajo el mentón.<br />

Yo, forrado de champán y coñac, estaba ya más que un poco alegre, y con un hambre<br />

canina. Observé con inquietud el gran número de utensilios que flanqueaban mi plato, porque<br />

no estaba seguro de cuál había que usar primero. Recordaba la máxima de Mamá de empezar<br />

por los más exteriores e ir de fuera a dentro, pero había tantos que no las tenía todas conmigo;<br />

así que decidí esperar a ver qué usaba la condesa, y hacer lo propio. Fue una decisión<br />

imprudente, pues no tardé en descubrir que la condesa usaba todos y cada uno de los<br />

cuchillos, tenedores y cucharas con señorial indiferencia, con lo que al poco rato mi confusión<br />

era tan grande que yo también acabé haciendo lo mismo.<br />

El primer plato que Demetrios-Mustafá nos puso delante era un consomé tachonado de<br />

burbujitas doradas de grasa, con picatostes del tamaño de una uña flotando como crujientes<br />

balsitas sobre un mar ambarino. El consomé estaba delicioso, y la condesa tomó dos platos,<br />

masticando los picatostes con un ruido como de hojas secas pisadas. Demetrios-Mustafá nos<br />

llenó las copas con más vino pálido y almizclado, y puso ante nosotros una fuente de<br />

pescaditos minúsculos, dorados en la sartén. Venían acompañados de un plato de rodajas de<br />

limones verdiamarillos y una salsera llena hasta los bordes de una salsa exótica desconocida<br />

para mí. La condesa se llenó el plato hasta arriba de pescaditos, les agregó una riada de salsa y<br />

finalmente exprimió zumo de limón generosamente sobre los peces, la mesa y su persona.<br />

Luego me dirigió una gran sonrisa, con el rostro ya de un color rosa encendido y la frente<br />

ligeramente perlada de sudor. Su prodigioso apetito no parecía mermar en nada sus facultades<br />

para la conversación, porque charlaba sin parar.<br />

—¿No te encantan estos pescaditos? ¡Están divinos! Desde luego es una pena que mueran<br />

tan pequeñitos, pero qué se le va a hacer. ¡Es tan agradable podérselos comer enteros, sin<br />

preocuparse de las espinas! ¡Qué alivio! Henri, mi marido, sabes, una vez empezó a hacer<br />

colección de esqueletos. Hijo mío, la casa estaba y olía como un depósito. «Henri», le dije,<br />

«Henri, esto no puede seguir así. Esto es un deseo de muerte insano que te ha dado. Tienes<br />

que ir a que te vea un psiquiatra».<br />

Demetrios-Mustafá retiró los platos vacíos, nos sirvió un vino tinto oscuro como el<br />

corazón de un dragón y seguidamente colocó ante nosotros una fuente de agachadizas, con las<br />

cabezas dadas la vuelta de modo que los largos picos pudieran servirles de broqueta, y sus

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