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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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esfinge de la adelfa, listada como una alfombra persa en rosa, plata y verde. Fue él quien me<br />

consiguió uno de los animales más encantadores que tuve por entonces, un sapo de espuelas al<br />

que puse de nombre Augusto Rascalatripa.<br />

Yo había estado ayudando a los campesinos en los olivares, y empecé a sentir hambre.<br />

Como sabía que Papa Demetrios tenía siempre una buena despensa en la almazara, fui a<br />

hacerle una visita. Era un día refulgente, con un ventarrón travieso que arrancaba del olivar<br />

sonidos de arpa. El aire cortaba, así que hice todo el camino a la carrera, con los perros<br />

saltando y ladrando a mi alrededor, y cuando llegué, acalorado y sin aliento, encontré a Papa<br />

Demetrios inclinado sobre una fogata que había hecho con mazacotes de orujo.<br />

—¡Ah! —dijo, dirigiéndome una mirada feroz—. Así que has venido, ¿eh? ¿Por dónde<br />

andabas? Hace dos días que no te veo. Claro que, como ha llegado la primavera, ya no tendrás<br />

tiempo que gastar con un viejo como yo.<br />

Expliqué que había estado atareado con muchas cosas; por ejemplo, con la construcción<br />

de una jaula nueva para mis urracas, porque habían hecho una razzia en el cuarto de Larry y<br />

corrían peligro de muerte si no las encerraba.<br />

—Hum. Bueno, bueno. ¿Quieres un poco de maíz?<br />

Repliqué, con toda la indiferencia que pude fingir, que me agradaría mucho tomar un<br />

poco de maíz.<br />

El viejo se enderezó sobre sus piernas torcidas, se fue a la almazara y volvió con una<br />

sartén grande, una chapa de hojalata, una botella de aceite y cinco rubias panochas de maíz<br />

seco que parecían lingotes de oro. Puso la sartén en el fuego, le echó un poco de aceite y<br />

esperó hasta que el calor lo hizo crepitar y humear débilmente en el fondo. Entonces cogió<br />

una panocha y la retorció rápidamente entre sus manos artríticas, derramando las doradas<br />

cuentas sobre la sartén con un sonido como de lluvia en un tejado. Tapó el recipiente con la<br />

chapa de hojalata, dio un gruñido y se volvió a sentar, encendiendo un cigarrillo.<br />

—¿Te has enterado de lo de Andreas Papoyakis? —me preguntó, pasándose los dedos por<br />

el exuberante mostacho.<br />

No, no me había enterado.<br />

—Ah —dijo con regodeo—. Pues está en el hospital, el muy necio.<br />

Dije que lo sentía, porque me caía bien Andreas. Era un chico alegre, vivaracho y de buen<br />

corazón, que siempre se las arreglaba para hacer las cosas al revés. En el pueblo decían de él<br />

que, si pudiera, iría en burro para atrás en vez de para adelante. ¿Qué le pasaba?, pregunté.<br />

—Dinamita —dijo Papa Demetrios, y se paró a esperar mi reacción.<br />

Yo solté un lento silbido de horror y sacudí la cabeza despacio. Papa Demetrios, ya<br />

seguro de contar con mi atención indivisa, se instaló más cómodamente en el asiento y<br />

empezó:<br />

—La cosa sucedió así. Ya sabes que Andreas es tonto, tonto de remate. Tiene la cabeza<br />

más vacía que un nido de golondrinas en invierno. Pero es buena persona, eso sí; nunca le ha<br />

hecho daño a nadie. Pues cogió y salió a pescar con dinamita. ¿Tú conoces esa cala pequeña<br />

que hay cerca de Benitses? Pues allí se fue con la barca, porque le habían dicho que el policía<br />

de la comarca iba a estar todo el día por otra zona de la costa, mucho más allá. Pero claro, al<br />

muy necio ni se le ocurrió comprobar que el policía estaba efectivamente mucho más lejos.<br />

Chasqué la lengua con pesar. La pesca con dinamita se castigaba con cinco años de<br />

prisión y una fuerte multa.<br />

—Total, que se sube a la barca, y según iba remando despacio ve allí delante, a poca<br />

profundidad, un banco grande de barbouni. Deja de remar, y prende la mecha del cartucho.<br />

Papa Demetrios hizo una pausa teatral, echó un vistazo al maíz para ver cómo se iba<br />

haciendo y encendió otro cigarrillo.<br />

—Hasta ahí todo iba bien —prosiguió—, pero en el momento en que iba a tirar la<br />

dinamita los peces se alejaron, y ¿qué dirás que hizo el muy idiota? Pues remar tras ellos, con<br />

el cartucho en la mano. ¡Pum-ba!<br />

Dije que no debía haber quedado mucho de Andreas.

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