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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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—Ah, sí —dijo Papa Demetrios con desdén—. Si ni siquiera sabe dinamitar como es<br />

debido. Era un cartucho tan pequeño que únicamente le voló la mano derecha. Pero aun así le<br />

debe la vida al policía, que no era verdad que se hubiera ido más abajo. Andreas consiguió<br />

remar hasta la orilla y allí se desmayó por la pérdida de sangre, y sin duda se habría muerto si<br />

no es porque el policía, al oír el estampido, bajó a la orilla a ver quién estaba dinamitando. Por<br />

suerte pasaba en aquel momento el autobús, y el policía lo paró, subieron a Andreas y se lo<br />

llevaron al hospital.<br />

Dije que era una pena que le hubiera pasado eso a una persona tan simpática como<br />

Andreas, pero había tenido suerte de salir con vida. Cuando mejorase le detendrían y le<br />

meterían en Vido por cinco años, ¿no?<br />

—No, no. El policía pensó que ya llevaba bastante castigo, así que en el hospital dijo que<br />

Andreas se había pillado la mano con no sé qué máquina.<br />

El maíz había empezado a reventar, estrellándose en la hojalata como descargas de<br />

cañones diminutos. Papa Demetrios apartó la sartén del fuego y la destapó. Cada grano de<br />

maíz era una globosa nubecilla amarilla y blanca, crujiente y deliciosa. Papa Demetrios se<br />

sacó del bolsillo un paquete de papel arrugado y lo abrió. Estaba lleno de gruesos granos de<br />

sal de mar gris, y en ellos rebozamos las nubecitas de maíz y las masticamos con fruición,<br />

—Tengo una cosa para ti —dijo al fin el viejo, mientras se limpiaba cuidadosamente los<br />

bigotes con un pañolón rojo y blanco—. Es uno de esos bichos terribles que tanto te<br />

entusiasman.<br />

Llenándome la boca con los restos de las palomitas, me limpié los dedos en la hierba y<br />

pregunté ansioso qué animal era.<br />

—Voy por él —dijo, levantándose—. Es una cosa muy curiosa. Yo es la primera vez que<br />

lo veo.<br />

Esperé impaciente mientras él iba a la almazara y volvía de allí con una lata abollada cuya<br />

boca había cerrado con hojas.<br />

—Toma —dijo—. Ten cuidado, porque huele.<br />

Quité el tapón de hojas y miré al interior de la lata. Tenía razón Papa Demetrios: olía a<br />

ajos como un autobús de campesinos en día de mercado. En el fondo estaba acurrucado un<br />

sapo de tamaño medio, pardo-verdoso, de piel bastante lisa, con enormes ojos de color ámbar<br />

y la boca contraída en perpetua pero un tanto patológica sonrisa. Al meter yo la mano en la<br />

lata para cogerle escondió la cabeza entre las patas delanteras, remetió en el cráneo los<br />

protuberantes ojos de esa manera tan extraña que tienen los sapos y emitió un fuerte balido,<br />

como si fuera una oveja en miniatura. Yo le saqué de la lata y él se debatió violentamente,<br />

soltando un espantoso olor a ajos. Observé que en cada una de las patas posteriores tenía una<br />

excrecencia córnea negra, en forma de cuchilla, como un arado. Mi alegría fue inmensa,<br />

porque había dedicado bastante tiempo y energías a buscar sapos de espuelas, pero siempre<br />

sin éxito. Se lo agradecí vivamente a Papa Demetrios, me lo llevé a casa en triunfo y le instalé<br />

dentro de un acuario en mi dormitorio.<br />

En el fondo del acuario había puesto tierra y arena hasta una altura de seis o siete<br />

centímetros, y Augusto, ya bautizado y suelto, emprendió inmediatamente la construcción de<br />

un hogar. Con un curioso movimiento de las patas posteriores, trabajando hacia atrás con las<br />

cuchillas de los pies a modo de palas, se hizo un agujero con suma rapidez y desapareció de la<br />

vista, a excepción de los ojos saltones y la faz sonriente.<br />

No tardé en descubrir que Augusto era un animal de notable inteligencia y cualidades<br />

muy atractivas, que se hicieron patentes conforme fue perdiendo el miedo. Cuando yo entraba<br />

en la habitación, salía de su agujero y hacía intentos desesperados por llegar hasta mí desde el<br />

otro lado de la pared de vidrio. Si yo le sacaba y le dejaba en el suelo, iba siguiéndome a<br />

saltos por todo el cuarto, y si me sentaba, él trepaba laboriosamente por una de mis piernas<br />

hasta llegar a mi regazo, y una vez allí se recostaba en diversas posturas, nada académicas, y<br />

disfrutaba del calor de mi cuerpo parpadeando lentamente, sonriéndome y tragando aire. Fue<br />

así cómo descubrí que le gustaba tumbarse panza arriba y que yo le frotara suavemente la

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