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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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Asentí de buen grado, porque tenía muchas ganas de ver cómo pescaba Taki con su<br />

enorme tridente. Bordeamos muy despacio el mayor de los arrecifes. La luz iluminaba los<br />

extraños acantilados submarinos, cubiertos de algas rosadas y violáceas que parecían encinas<br />

encrespadas. Mirando el agua me hacía yo la ilusión de ser un halcón que con las alas<br />

extendidas flotara blandamente sobre un multicolor bosque otoñal.<br />

De pronto Taki dejó de remar y frenó hundiendo los remos suavemente en el agua. La<br />

barca quedó casi inmóvil, y él empuñó el tridente.<br />

—Mira —dijo, señalando el fondo arenoso que se extendía al pie de un gran baluarte de<br />

acantilado submarino—: scorpios.<br />

Al pronto no vi nada; luego, sobre la arena, distinguí un pez de unos sesenta centímetros<br />

de largo, con el lomo recorrido por una filigrana de espinas agudas, dispuestas como la cresta<br />

de un dragón, y aletas enormes, como alas, extendidas sobre el fondo. La cabeza era<br />

tremendamente ancha, con los ojos dorados y la boca saliente y fruncida. Pero lo que me<br />

asombró fue el colorido, formado por toda una gama de rojos que iban desde el escarlata hasta<br />

el color vino, puntuados y acentuados aquí y allá por toques de blanco. Allí tendido, el<br />

soberbio animal parecía inmensamente seguro de sí, y también inmensamente peligroso.<br />

—Está muy rico —susurró Taki para mi sorpresa, porque el aspecto del pez era más bien<br />

de algo venenosísimo.<br />

Despacio, con mucho tiento, el pescador metió el tridente en el agua y lo fue bajando<br />

hacia el pez, corrigiendo la dirección centímetro a centímetro. No se oía otro sonido que el<br />

irascible silbido del farol. El tridente se acercaba, lento, inexorable. Yo contuve el aliento. Sin<br />

duda aquel pedazo de pez de ojos dorados se daría cuenta de lo que se le venía encima: un<br />

brusco coletazo, un remolino de arena y fuera. Pero no. Allí seguía, tragando agua<br />

metódicamente, solemnemente, abstraído de todo. Con el tridente ya a un palmo del animal,<br />

Taki hizo una pausa para cambiar de posición la mano sobre el mango. Permaneció inmóvil<br />

durante un segundo, que a mí me pareció un tiempo larguísimo, y luego, con tal rapidez que<br />

yo no llegué a ver el movimiento, clavó limpiamente los cinco dientes en la nuca del pez.<br />

Hubo un remolino de arena y sangre; revolviose el animal sobre las púas, enroscando el<br />

cuerpo de modo que las espinas del lomo acuchillaran el tridente. Pero Taki lo había clavado<br />

en su sitio, y no había escapatoria. Rápidamente, pasando una mano sobre la otra, el pescador<br />

recogió la pértiga, y el pez pasó a la barca, aleteando y retorciéndose. Yo me adelanté para<br />

ayudar a Taki a desclavarlo, pero él me apartó de un empujón.<br />

— ¡Cuidado! —advirtió—. El scorpios es un pez malo.<br />

Ayudándose con la pala del remo lo desclavó del tridente; el animal, aunque ya<br />

prácticamente muerto, todavía se enroscaba y aleteaba y trataba de hundir las espinas en el<br />

costado de la barca.<br />

—Mira, mira —me señaló Taki—. Ahora entenderás por qué lo llamamos scorpios. Si te<br />

clava una de esas espinas, ¡San Spiridion, qué dolor más horrible! Te tendrían que llevar<br />

corriendo al hospital.<br />

Con el remo y el tridente, y un poco de hábil prestidigitación, consiguió levantar en alto el<br />

pez y dejarlo caer en una lata de petróleo vacía, donde ya no pudiera hacer daño. Yo quise<br />

saber por qué, si era venenoso, me había dicho que estaba tan rico.<br />

—Ah, es que son sólo las espinas —respondió—. Se le quitan. La carne es dulce, dulce<br />

como la miel. Ya te daré un poco para que lo lleves a casa.<br />

De nuevo se inclinó sobre los remos, y entre chirridos seguimos contorneando el arrecife.<br />

Al rato volvió a pararse. Allí el fondo era arenoso, sin otra vegetación que unas pocas matas<br />

jóvenes de alga de vidriero. Por segunda vez Taki frenó la barca hasta detenerla y echó mano<br />

al tridente.<br />

—Mira —dijo—: un pulpo.<br />

Al oírle se me encogió el estómago de emoción, porque los únicos pulpos que había visto<br />

hasta entonces eran los que vendían muertos en el pueblo, y estaba convencido de que no

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