GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón
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El día estaba nublado, y el suelo húmedo y blando. Parecía como si fuera a haber<br />
tormenta, pero yo iba con la esperanza de llegar antes de que estallara, por que la lluvia no<br />
estropeara la blanca tiesura de mi camisa. Según trotábamos entre los olivos, sin otra<br />
compañía que la de alguna chocha que ante nuestro paso alzaba el vuelo desde los arrayanes,<br />
me fui poniendo cada vez más nervioso. Descubrí que iba mal preparado para el<br />
acontecimiento. Para empezar, me había dejado en casa el pollo de cuatro patas que<br />
conservaba en alcohol. Estaba seguro de que a la condesa le habría gustado verlo, y en<br />
cualquier caso habría sido un tema de conversación para salvar la torpeza de los primeros<br />
momentos del encuentro. En segundo lugar, se me había olvidado consultar a alguien sobre el<br />
tratamiento que había que dar a una condesa. «Majestad» me parecía demasiado serio, sobre<br />
todo teniendo en cuenta que me iba a dar una lechuza. Tal vez fuera mejor «Alteza»; ¿o quizá<br />
sencillamente «señora»?<br />
Cavilando sobre las complejidades del protocolo había abandonado a Sally a sus propios<br />
recursos, por lo que prestamente cayó en un sueño de burro. De todos los animales de tiro,<br />
sólo el burro parece capaz de dormirse y seguir andando. El resultado fue que se desvió hacia<br />
la cuneta, tropezó de pronto, se tambaleó, y yo, sumido en mis meditaciones, fui a caer en un<br />
palmo de agua y barro. Sally se me quedó mirando con la expresión de asombro acusador que<br />
ponía cada vez que sabía que había hecho algo inconveniente. Yo la habría estrangulado: las<br />
sandalias nuevas, encharcadas; los pantalones y la camisa —un momento antes tan tiesos, tan<br />
limpios, tan de niño bien educado—, pringados de barro y de trocitos de hierbas acuáticas en<br />
descomposición. Me daban ganas de echarme a llorar de rabia y de despecho. Estábamos<br />
demasiado lejos de casa como para desandar lo andado y cambiarme de ropa; no había más<br />
remedio que seguir adelante, mojado y amargado, convencido de que ya no importaba qué<br />
tratamiento diese a la condesa: de la primera ojeada a mi gitanesco estado me despacharía<br />
para mi casa. Y no sólo perdería la lechuza, sino también toda posibilidad de conseguir que<br />
Larry viese la biblioteca. Era un idiota, me dije amargamente. Debía haber ido andando, en<br />
lugar de fiarme de aquella criatura incorregible, que trotaba ahora a paso ligero, con las orejas<br />
tiesas como peludas flores de aro.<br />
Por fin llegamos a la villa de la condesa, oculta entre olivares, al fondo de una avenida<br />
flanqueada por altos eucaliptos de tronco verde y rosado. La entrada de la avenida estaba<br />
custodiada por dos columnas y sobre ellas un par de leones de alas blancas, que observaron<br />
con desdén cómo trotábamos por el camino adelante. La casa, inmensa, formaba<br />
exteriormente un cuadrado. En sus tiempos había lucido un intenso rojo veneciano, ahora<br />
desvanecido a rosa; el yeso aparecía abultado y agrietado en algunos sitios por la humedad, y<br />
del tejado faltaban muchas tejas pardas. De los aleros pendían nidos de golondrinas ya vacías,<br />
como pardos hornitos abandonados; en ningún sitio había visto yo tantos reunidos.<br />
Até a Sally a un árbol a propósito y me dirigí al arco que daba acceso al patio central.<br />
Colgaba allí una cadena herrumbrosa, y al tirar de ella oí un débil campanilleo allá en las<br />
profundidades de la casa. Esperé pacientemente algún tiempo, y ya iba a tocar por segunda<br />
vez cuando las macizas puertas de madera se abrieron y ante mí se alzó un hombre que me<br />
pareció talmente un bandido. Era alto y fornido, con gran nariz aguileña, anchos y flameantes<br />
mostachos blancos y melena blanca y rizada. Tocábase con un fez de color escarlata, vestía<br />
blusón blanco con bonitos bordados en rojo y oro y zaragüelles negros, y calzaba charukias<br />
con la punta vuelta hacia arriba y decoradas con enormes pompones rojos y blancos. En su<br />
cara morena se dibujó una sonrisa, y vi que tenía todos los dientes de oro. Era como asomarse<br />
a una casa de la moneda.<br />
—¿Kyrié Durrell? —preguntó—. Pase.<br />
Crucé tras él el patio, poblado de magnolios y macizos de flores en invernal abandono, y<br />
entramos en la casa. Luego de conducirme por un largo corredor de baldosas rojas y azules,<br />
abrió una puerta y me hizo pasar a una estancia amplia y tenebrosa, forrada de librerías desde<br />
el suelo hasta el techo. En un extremo había una chimenea de gran tamaño, y en ella una gran<br />
fogata que silbaba y chisporroteaba. Sobre la chimenea pendía un enorme espejo con marco