GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón
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Yo iba ocupado en tirarles palos a los perros, por lo que en realidad no me había fijado.<br />
Miré y vi una extraña figura con arrugados pantalones blancos, desparramada sobre un asiento<br />
del porche.<br />
—¿Quién es? ¿Le ves? —preguntó Mamá, muy agitada.<br />
Por aquella época se le había metido en la cabeza que en cualquier momento el gerente de<br />
nuestro banco en Inglaterra podía presentarse inopinadamente en Corfú con el propósito<br />
expreso de discutir nuestro descubierto, así que aquella figura desconocida del porche reavivó<br />
sus temores.<br />
Examiné al extraño con atención. Era viejo, casi completamente calvo, y el poco pelo que<br />
aún conservaba pegado a la parte posterior del cráneo era largo, y tan blanco y ralo como el<br />
papo del cardo al final del verano. El desconocido lucía barba y bigote igualmente blancos y<br />
desaliñados. Le aseguré a Mamá que, según mi vista, no se asemejaba en nada al gerente del<br />
banco.<br />
—¡Qué lata! —dijo ella, fastidiada—. Vaya momento para presentarse. No tengo<br />
absolutamente nada para el té. ¿Y quién puede ser?<br />
El desconocido dormitaba plácidamente, pero al acercarnos se despertó de pronto y nos<br />
vio.<br />
—¡Barco a la vista! —gritó, con voz tan fuerte y brusca que Mamá tropezó y casi se<br />
cae—. ¡Barco a la vista! Usted debe ser mamá Durrell, y éste es el chico, claro. Larry me ha<br />
hablado de todos ustedes. Bienvenidos a bordo.<br />
—¡Válgame Dios —me susurró Mamá—, otro amigo de Larry!<br />
Ya desde más cerca observé que nuestro visitante tenía una cara verdaderamente<br />
extraordinaria, rosácea y carunculada como una nuez. Era evidente que, vaya usted a saber<br />
cuándo, el cartílago de la nariz había recibido tantos golpazos que bajaba por el rostro<br />
retorciéndose como una culebra. La mandíbula había corrido la misma suerte, y aparecía<br />
ladeada, como recogida hacia el lóbulo de la oreja derecha por un hilo invisible.<br />
—Encantado de verles —dijo, como si fuera él el dueño de la villa, y en su mirada<br />
legañosa se dibujó una sonrisa—. No me había dicho su hijo que fuera usted una chavala tan<br />
guapa.<br />
Mamá se puso tiesa y dejó caer una anémona del ramo de flores que portaba.<br />
—Soy la señora Durrell —dijo con frígida dignidad—, y éste es mi hijo Gerald.<br />
—Yo me llamo Creech —dijo el viejo—. Capitán Patrick Creech.<br />
E hizo una pausa para escupir precisa y copiosamente, por encima de la balaustrada, sobre<br />
el macizo de zinnias más querido de mi madre.<br />
—Bienvenidos a bordo —repitió, todo afable—. Me alegro mucho de conocerles.<br />
Mamá se aclaró la voz con nerviosismo.<br />
—¿Está aquí mi hijo Lawrence? —preguntó, adoptando la pastosa voz aristocrática que<br />
sólo adoptaba en los momentos de tensión extrema.<br />
—No, no está —dijo el capitán Creech—. Se quedó en el pueblo. Me dijo que viniera a<br />
tomar el té, que él subiría a bordo en seguida.<br />
—Bueno —dijo Mamá, haciendo de tripas corazón—. Siéntese, por favor. Si me disculpa<br />
usted un momento, voy a preparar unas tortitas.<br />
—Conque tortitas, ¿eh? —dijo el capitán Creech, mirando a Mamá con tal lascivia que a<br />
ella se le cayeron otras dos flores—. Me gustan a mí las tortitas, y me gustan las mujeres<br />
hacendosas.<br />
—Gerry —dijo Mamá gélidamente—, atiende al capitán Creech mientras yo preparo la<br />
merienda.<br />
Retirose con precipitación no demasiado elegante, y allí me quedé yo para habérmelas<br />
con el capitán Creech.<br />
El se había vuelto a desmoronar en el asiento y me miraba con ojos acuosos, desde debajo<br />
de sus desflecadas cejas blancas. Me miraba tan fijamente que me puso un poco nervioso.<br />
Consciente a pesar de ello de mis obligaciones como anfitrión, le ofrecí una caja de