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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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—Usted es el embustero y el tramposo —replicó con ebria beligerancia—. Usted es el<br />

embustero y el tramposo. Usted deja que su perro mate los pollos y los pavos de todo el<br />

mundo, y luego, cuando vienen los dueños, se niega a pagar. Usted es el embustero y el<br />

tramposo!<br />

Incluso llegadas las cosas a ese punto creo que podría haber prevalecido la cordura, pero<br />

el hombrecillo cometió un error fatal, que fue escupir copiosamente a los pies de Leslie.<br />

Lucrecia soltó un alarido de espanto y agarró a mi hermano por un brazo. Conociendo su<br />

genio, yo le agarré por el otro. El propio hombrecillo se asustó de lo que había hecho, y,<br />

recobrando la sobriedad por un instante, retrocedió. Leslie retembló como un volcán, y<br />

Lucrecia y yo le sujetamos con todas nuestras fuerzas.<br />

—¡Cagada de cerdo! —rugió—. ¡Hijo ilegítimo de puta enferma…!<br />

Salieron en tropel los magníficos tacos griegos, redondos, vulgares y biológicos, y el<br />

hombrecillo viró del blanco al sonrosado y del sonrosado al rojo. Evidentemente no había<br />

supuesto que Leslie tuviera un dominio tal de los insultos más sabrosos de la lengua griega.<br />

—Se arrepentirá —dijo con voz temblorosa—. Se arrepentirá.<br />

Y, escupiendo una vez más en patético gesto de desafío, dio media vuelta y desapareció a<br />

toda prisa por el camino abajo.<br />

Fueron precisos los esfuerzos combinados de la familia y de Lucrecia durante tres cuartos<br />

de hora para calmar a Leslie, con ayuda de varios copazos de coñac.<br />

—No se disguste usted por ese hombre, kyrié Leslie —fue el resumen final de Lucrecia—<br />

. Todo el pueblo sabe que es un mal bicho. No se disguste usted.<br />

Pero no pudimos evitar el disgusto, porque lo siguiente fue que demandó a Leslie por<br />

impago de deudas y por injurias.<br />

Al saber la noticia, Spiro se puso furioso.<br />

—¡Pero hombres, señoras Durrells! —dijo, rojo de ira—. ¿Por qué no les deja usted al<br />

señorito Leslies que le pegues un tiro a ese hijos de perra?<br />

—No creo que con eso se arreglara nada, Spiro —dijo Mamá—. Lo que hay que<br />

averiguar es si ese hombre tiene alguna posibilidad de ganar el pleito.<br />

—¡Ganar! —repitió Spiro con absoluto desdén—. ¡Qué va a ganar ese canallas! Usted<br />

déjemelos a mí. Yo me encargos.<br />

—Oiga, Spiro, ni se le ocurra hacer nada violento —dijo Mamá—. Sólo serviría para<br />

empeorar las cosas.<br />

—Yo no voy a hacer nada violentos, señoras Durrells. Pero ya verá ese canallas.<br />

Durante varios días le vimos circular con aire conspiratorio y tenebroso, fruncidas las<br />

espesas cejas en gesto de inmensa concentración, respondiendo sólo con monosílabos a<br />

nuestras preguntas. Como un par de semanas antes de la fecha fijada para la vista del juicio<br />

fuimos todos al pueblo de compras. Al cabo, cargados de paquetes, dirigimos nuestros pasos a<br />

la ancha explanada bordeada de árboles, y nos sentamos allí a beber algo y a intercambiar<br />

saludos con los numerosos conocidos que pasaban. Al rato Spiro, que miraba furtivamente en<br />

torno a sí, con el aspecto de un hombre que tiene muchos enemigos, se enderezó de pronto y,<br />

alzando su gran barriga, se apoyó en la mesa para dirigirse a Leslie.<br />

—Señorito Leslies, ¿ve usted a aquel señor de allí, el del pelos blancos?<br />

Y con un dedo que era como una morcilla apuntó a un pulcro hombrecito que sorbía<br />

tranquilamente una taza de café bajo los árboles.<br />

—Sí, ¿qué pasa? —dijo Leslie.<br />

—Es el juez —dijo Spiro.<br />

—¿Qué juez? —preguntó Leslie, despistado.<br />

—El juez que va a juzgar su caso —dijo Spiro—. Quiero que se acerques usted allá y<br />

hables con él.<br />

—¿Usted cree que es prudente? —dijo Leslie—. Lo mismo piensa que pretendo torcer el<br />

curso de la justicia y me mete diez años de cárcel o qué sé yo.

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