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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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Demetrios-Mustafá me miró sonriente, y sus dientes rutilaron y centellearon a la luz de la<br />

chimenea.<br />

—Beba, kyrié —dijo—. No nos haga caso. La señora condesa vive para comer, beber y<br />

regañar, y mi obligación es tenerla surtida de las tres cosas.<br />

—Mentira —dijo la condesa, tomándome de la mano y conduciéndome al diván, lo que<br />

me produjo la sensación de ir a remolque de una nubecilla oronda y rosácea—. Mentira; yo<br />

vivo para muchas cosas, muchas cosas. Vamos, no te quedes ahí bebiéndote mis bebidas,<br />

borrachín. Ven a ocuparte de la comida.<br />

Demetrios-Mustafá vació su copa y se fue. La condesa, sentada en el diván con mi mano<br />

entre las suyas, me dirigió una gran sonrisa.<br />

—¡Qué agradable! —exclamó embelesada—. Tú y yo solitos. Dime, ¿siempre llevas toda<br />

la ropa llena de barro?<br />

Azarado, me apresuré a explicarle lo de Sally.<br />

—¡Así que has venido en burro! —dijo, y por su manera de decirlo parecía una forma de<br />

transporte muy exótica—. ¡Qué buena idea! A mí el automóvil no me inspira ninguna<br />

confianza: es una cosa ruidosa, incontrolable; no te puedes fiar… Recuerdo que en vida de mi<br />

marido tuvimos uno: grande, amarillo. Pero, hijo mío, era una mala bestia. A mi marido le<br />

obedecía, pero a mí no me hacía ni caso. Un día le dio por arremeter marcha atrás contra un<br />

puesto de frutas y verduras, a pesar de todo lo que yo hice por detenerlo, y a continuación se<br />

tiró desde el muelle al mar. Cuando salí del hospital le dije a mi marido: «Henri», le dije,<br />

porque así se llamaba; es un nombre muy bonito, muy burgués, ¿no te parece? ¿Por dónde<br />

iba? Ah, sí. Pues le dije: «Henri, ese coche es malévolo. Está poseído por un espíritu maligno.<br />

Tienes que venderlo». Y lo vendió.<br />

En mi estómago vacío el coñac y el champán se combinaron con el calor de la chimenea<br />

para achisparme rápidamente. La cabeza me daba vueltas de una manera muy agradable. La<br />

condesa seguía parloteando con entusiasmo, y yo asentía sonriente.<br />

—Mi marido era un hombre muy culto, culto de verdad. Coleccionaba libros, sabes.<br />

Libros, cuadros, sellos, chapas de cerveza, todo lo que tuviera que ver con la cultura le atraía.<br />

Poco antes de morir empezó a coleccionar bustos de Napoleón. No te puedes hacer idea de la<br />

cantidad de bustos que habían hecho del corso aquél horrible. Mi marido reunió quinientos<br />

ochenta y dos, hasta que un día le dije: «Henri», le dije, «Henri, esto no puede seguir así. O<br />

dejas de coleccionar bustos de Napoleón o te abandono y me voy a la isla de Santa Elena».<br />

Pero yo se lo decía en broma, no era en serio, y ¿sabes lo que me contestó? Pues que ya había<br />

pensado él ir de vacaciones a Santa Elena…, ¡con todos los bustos! ¡Señor, qué dedicación!<br />

¡Era algo insoportable! Yo creo que un poco de cultura nunca está de más, pero no hasta el<br />

punto de convertirse en una obsesión.<br />

Demetrios-Mustafá entró, volvió a llenarnos las copas, dijo: «El almuerzo estará dentro<br />

de cinco minutos», y volvió a salir.<br />

—Era lo que podríamos llamar un coleccionista compulsivo, hijo mío. ¡Cuántas veces me<br />

habré echado a temblar cuando le veía aquel brillo de fanático en los ojos! Un día vio una<br />

cosechadora en una feria del campo, una cosa sencillamente inmensa, y yo le vi aquel brillo<br />

en los ojos, pero me puse firme. «Henri», le dije, «Henri, no voy a permitir que me llenes la<br />

casa de cosechadoras. Si quieres hacer colección de algo, ¿por qué no la haces de algo<br />

razonable: de joyas, de pieles, de algo así?» Te parecerá que fui muy dura, hijo mío, pero ¿qué<br />

iba a hacer? Si me hubiera ablandado por un instante, me habría llenado la casa de maquinaria<br />

agrícola.<br />

Demetrios-Mustafá volvió a entrar.<br />

—El almuerzo está servido —anunció.<br />

Sin dejar de parlotear, la condesa me sacó de la estancia cogido de la mano, y por el<br />

corredor enlosado y unas escaleras de madera chirriante me condujo hasta una enorme cocina<br />

situada en el sótano. La cocina de nuestra villa era inmensa, pero al lado de aquélla habría<br />

resultado diminuta. El suelo era de baldosas de piedra; en un extremo, una verdadera batería

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