GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón
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Capítulo 7. Lechuzas y aristocracia<br />
Ya se nos había echado encima el invierno, impregnándolo todo del humo de la madera<br />
de olivo quemada. El viento hacía chirriar a las contraventanas y las arrojaba contra los muros<br />
de la casa, y arrastraba a pájaros y hojas de un extremo a otro del cielo encapotado. Las<br />
pardas montañas del continente lucían desflecados capirotes de nieve, y la lluvia llenaba los<br />
erosionados y pedregosos valles, convirtiéndolos en torrentes espumeantes que se<br />
precipitaban ávidamente al mar, cargados de lodo y detritos. Al llegar al mar se extendían<br />
como amarillas vetas entre el agua azul, y la superficie se moteaba de bulbos de escila,<br />
troncos y ramas retorcidas, escarabajos y mariposas muertos, terrones de hierba parda y cañas<br />
astilladas. Entre las blanqueadas crestas de los montes de Albania se cocían tormentas que<br />
después venían rodando hasta nosotros, negras masas de cúmulos que escupían una lluvia<br />
punzante, entre relámpagos que se abrían y morían como helechos amarillos de un lado a otro<br />
del cielo.<br />
Comenzaba el invierno cuando recibí una carta.<br />
«Estimado Gerald Durrell:<br />
Nuestro común amigo el doctor Stefanides me ha dicho que eres un gran<br />
naturalista y posees muchos animales. Querría saber, por tanto, si te gustaría tener<br />
un búho blanco que mis trabajadores han encontrado en un cobertizo viejo que<br />
estaban demoliendo. Desgraciadamente tiene un ala rota, pero por lo demás goza<br />
de buena salud y come bien.<br />
Si lo quieres, te propongo que vengas a almorzar el viernes y te lo lleves.<br />
¿Serías tan amable de darme una respuesta? La una o una menos cuarto sería una<br />
hora conveniente.<br />
Atentamente,<br />
condesa Mavrodaki.»<br />
Aquella carta me emocionó por dos razones. En primer lugar porque siempre había<br />
deseado tener una lechuza —pues evidentemente de eso se trataba—, y en segundo lugar<br />
porque toda la buena sociedad de Corfú llevaba años y años intentando tratarse con la<br />
condesa, sin conseguirlo. Era el ermitaño por excelencia. Inmensamente rica, vivía en una<br />
gigantesca y destartalada villa veneciana perdida en el campo, y jamás invitaba a nadie ni veía<br />
a otras personas que los trabajadores de su vasta hacienda. Si se trataba con Teodoro era<br />
únicamente porque le tenía como asesor médico. Se aseguraba que poseía una biblioteca muy<br />
nutrida y valiosa, razón por la cual Larry había intentado por todos los medios lograr acceso a<br />
la villa, pero siempre sin éxito.<br />
—¡Hay que ver! —exclamó amargamente cuando le enseñé la invitación—. ¡Meses y<br />
meses intentando que esa vieja arpía me deje ver sus libros, y ahora te invita a ti a comer! ¡No<br />
hay justicia en el mundo!<br />
Le dije que, después de comer con la condesa, tal vez tuviera yo ocasión de pedirle que le<br />
dejara ver los libros.<br />
—Después de comer contigo no creo que esté dispuesta a enseñarme no ya su biblioteca,<br />
sino ni siquiera un ejemplar del Times —dijo él mordazmente.<br />
Pero la baja opinión de mi hermano acerca de mis dotes para el trato social no me arredró:<br />
estaba decidido a interceder por él si veía oportunidad de hacerlo. A mi juicio era aquélla una<br />
ocasión importante, solemne incluso, de modo que me vestí con cuidado: camisa y pantalones<br />
cortos planchados con esmero, y un par de sandalias nuevas y un sombrero de paja que<br />
conseguí que Mamá me comprara. Como la hacienda de la condesa estaba un poco lejos,<br />
monté a Sally, que en honor de la ocasión llevaba una manta nueva a guisa de silla.