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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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con la barca a un par de metros por detrás de mí, iluminaba la incandescente belleza de las<br />

rocas. Era tanto lo que allí había, que desesperé de poder capturar ejemplares de todo.<br />

Había frágiles rabosas ataviadas en oro y escarlata; pececillos del tamaño de media<br />

cerilla, con grandes ojos negros y el cuerpo de color bermellón, y otros de la misma talla cuyo<br />

colorido era una combinación de azul de Prusia fuerte y azul celeste pálido. Había estrellas de<br />

color rojo sangre y otras violáceas y quebradizas, continuamente enroscando y desenroscando<br />

sus largos brazos, finos y espinosos. Estas estrellas había que introducirlas en la red con la<br />

más extraordinaria delicadeza, porque bastaba el menor sobresalto para que, con alegre<br />

indiferencia, se desprendieran de todos sus brazos. Había lapas de zapatilla, que, al darles la<br />

vuelta, mostraban la mitad de la cara inferior recubierta por un pulcro parche de concha, de<br />

modo que sí tenían, en efecto, el aspecto de una ancha e informe zapatilla diseñada para un<br />

pie gotoso. Había también cauris, unas blancas como la nieve y con finas nervaduras, otras de<br />

color crema suave y muy manchadas y salpicadas de señales violáceas o negras; y quitones,<br />

algunos de hasta seis centímetros de largo, que, agarrados a los recovecos de las rocas,<br />

parecían cochinillas de humedad gigantescas. Vi una cría de sepia, no mayor que una caja de<br />

cerillas, y casi me caí del arrecife por tratar de cogerla, pero, con inmenso disgusto por mi<br />

parte, se me escapó. Al cabo de sólo media hora de recolección me encontré con que en todos<br />

mis tarros, latas y cajas no cabían ya más animales, y, aunque de mala gana, tuve que dejarlo.<br />

Taki, de muy buen humor, me llevó a mi ensenada predilecta, y contempló muy divertido<br />

cómo vaciaba cuidadosamente los tarros de muestras en mi estanque. Después me condujo<br />

otra vez al embarcadero que había al pie de la casa de Menelaos. Allí pasó una cuerda por las<br />

agallas de la escorpena, ya muerta, y me la dio, diciendo:<br />

—Dile a tu madre que lo guise con pimentón fuerte, aceite, patatas y calabacines. Es muy<br />

dulce.<br />

Le di las gracias por el regalo y por haber sido tan paciente conmigo.<br />

—Ven a pescar otro día —me dijo—. Yo volveré por aquí la semana que viene.<br />

Probablemente el miércoles o el jueves. Te avisaré cuando llegue.<br />

Se lo agradecí, y le dije que me haría mucha ilusión. El apartó la barca y con la pértiga<br />

fue abriéndose camino por el agua baja en dirección a Benitses.<br />

—¡Sé feliz! —le grité.<br />

—¡Pasto calo! —contestó—. ¡Pasarlo bien!<br />

Di media vuelta y con paso cansino empecé a subir el monte. Descubrí con horror que<br />

eran las dos y media: Mamá estaría ya convencida de que me había ahogado, me había<br />

comido un tiburón o había corrido alguna otra suerte similar. De todos modos, me quedaba la<br />

esperanza de aplacar sus iras con la escorpena.

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