GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón
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Le pregunté entonces si podría acompañarle; porque, expliqué, en el arrecife vivían<br />
montañas de animales raros que yo no podía coger sin ayuda de un bote.<br />
—¿Por qué no? —me dijo—. Yo estaré al pie de la casa de Menelaos. Tú vienes a las<br />
diez. Te doy una vuelta por los arrecifes y luego te dejo otra vez donde Menelaos, antes de<br />
salir hacia Benitses.<br />
Le aseguré fervientemente que estaría allí a las diez en punto. Luego recogí la red y los<br />
tarros, llamé a Roger con un silbido y salí pitando, no fuera a ser que Taki lo pensara mejor.<br />
Ya lo bastante lejos como para que no pudiera llamarme, aminoré el paso y me puse a cavilar<br />
sobre cómo apañármelas para convencer a la familia en general, y a Mamá en particular, de<br />
que me dejasen salir al mar a las diez de la noche.<br />
Sabía que a Mamá siempre le había preocupado mi negativa a dormir la siesta en las<br />
horas más calurosas del día. Yo le había explicado que precisamente esas horas solían ser las<br />
mejores para los insectos y demás, pero ese argumento no le parecía del todo válido. En fin, el<br />
caso es que a la noche, justo cuando estaba pasando algo interesante (como que Larry se<br />
enzarzase en batalla verbal con Leslie), Mamá siempre decía lo mismo: «Ya es hora de que te<br />
vayas a la cama, hijo. Acuérdate de que no duermes la siesta.»<br />
Esa misma podía ser su respuesta al plan de pesca nocturna. Eran casi las tres: en ese<br />
momento la familia estaría en posición de decúbito supino, tras contraventanas cerradas; y no<br />
se despertarían y empezarían, soñolientos, a intercambiar zumbidos de mosca amodorrada<br />
hasta eso de las cinco y media.<br />
Regresé a la villa a toda velocidad. A unos cien metros de distancia me quité la camisa y<br />
envolví bien con ella los tarros de recolección, para que ni un tintineo ni un chasquido<br />
delatara mi presencia; luego, conminando a Roger a no hacer ni el más leve ruido bajo pena<br />
de muerte, me introduje en la villa cautelosamente y me escurrí como una sombra hasta mi<br />
cuarto. Roger, jadeante, se tiró al suelo en mitad de la habitación y observó con bastante<br />
asombro cómo yo me quitaba toda la ropa y me subía a la cama. No sabía si dar o no su<br />
aprobación a tan improcedente conducta: ante nosotros se extendía toda una tarde repleta de<br />
aventuras emocionantes, y hete ahí que yo me disponía a dormir. Soltó un gemido<br />
experimental, y le acallé con tal ferocidad que, agachando las orejas y escondiendo su muñón<br />
de rabo entre las patas, se arrastró hasta debajo de la cama y se hizo una rosca, con un suspiro<br />
de abatimiento. Cogí un libro y traté de enfrascarme en la lectura. Las contraventanas<br />
entornadas prestaban a la habitación un aspecto de acuario verde y fresco, pero lo cierto era<br />
que el aire estaba inmóvil y caliente, y el sudor me corría en hilillos por el pecho. Rebullí,<br />
incómodo, sobre la sábana ya empapada. ¿Qué encanto podría ver mi familia en la siesta?<br />
¿Qué provecho le sacaban? Ya sólo el que pudieran dormirse era un misterio para mí. En ese<br />
momento me hundí velozmente en la inconsciencia.<br />
Me desperté a las cinco y media, y todavía medio dormido salí tambaleándome al porche,<br />
donde la familia estaba tomando el té.<br />
—¡Cielo santo! —exclamó Mamá—. ¿Has estado durmiendo?<br />
Con toda la naturalidad de que fui capaz, dije que había pensado que esa tarde me vendría<br />
bien echarme la siesta.<br />
—¿Te encuentras bien, querido? —preguntó Mamá con inquietud.<br />
Dije que sí, que me encontraba estupendamente. Había decidido dormir la siesta como<br />
preparación para la noche.<br />
—¿Por qué, hijo? ¿Qué sucede? —preguntó Mamá.<br />
Entonces, y haciendo gala de la mayor indiferencia, dije que a las diez estaba citado con<br />
un pescador que iba a llevarme de pesca nocturna, porque —expliqué— había ciertos<br />
animales que sólo salían de noche, y ése era el mejor sistema de capturarlos.