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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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—De veras, Mamá, te preocupas sin motivo —dijo Larry exasperado—. ¿Qué le puede<br />

pasar, por Dios santo? ¿Piensas que la están arrastrando a algún antro de perdición? No<br />

conseguirían meterla por la puerta.<br />

—No es cosa de broma, Larry —dijo Mamá severamente.<br />

—Pero es que te aterras por nada —dijo Larry—. Tú dime, ¿qué tratante de blancas que<br />

tenga un poco de dignidad se pararía a mirar a Margo? Y no creo que haya ninguno lo<br />

bastante forzudo para llevársela a cuestas.<br />

—Pues yo no estoy tranquila —dijo Mamá—, y voy a mandar un cable.<br />

De modo que envió un cable a la prima Prudence, quien al cabo respondió diciendo que<br />

Margaret se trataba con personas que no eran de su gusto, y que creía conveniente que Mamá<br />

fuera por allí para hacerla entrar en razón. Inmediatamente reinó el caos. Mamá, trastornada,<br />

despachó a Spiro a sacar billetes y se puso a hacer maletas frenéticamente, hasta que de<br />

repente se acordó de mí. Pensando que aún sería peor dejarme bajo la tierna tutela de mis dos<br />

hermanos mayores, optó por llevarme con ella; conque despachose a Spiro a sacar más<br />

billetes y se hicieron aún más maletas. A mí todo aquello me vino como llovido del cielo,<br />

porque acababa de adquirir un nuevo preceptor, el señor Richard Kralefsky, que, combatiendo<br />

mi resistencia con la más férrea determinación, estaba empeñado en hacerme aprender los<br />

verbos irregulares franceses, de modo que la escapada a Inglaterra, pensé, sería un respiro<br />

muy necesario en medio de aquella tortura.<br />

El viaje en tren no tuvo nada de particular salvo que Mamá fue todo el rato temiendo ser<br />

detenida por los carabinieri fascistas, temor que se multiplicó por mil cuando, en Milán, yo<br />

dibujé una caricatura de Mussolini en el vaho de la ventanilla. Diez minutos enteros se pasó<br />

Mamá frotándola con el pañuelo, con todo el ahínco de una fregona en un concurso de<br />

limpieza, hasta convencerse de que no quedaba rastro.<br />

Viniendo de los días soleados, lentos y apacibles de Corfú, nuestra llegada a Londres, a<br />

última hora de la tarde, fue una experiencia demoledora. ¡Tanta gente en la estación que no<br />

conocíamos, todos corriendo de acá para allá con semblante gris y preocupado! El lenguaje<br />

casi incomprensible de los mozos, y Londres todo lleno de luces y atestado de gente; el taxi<br />

que avanzaba penosamente por Piccadilly como un escarabajo en mitad de una sesión de<br />

fuegos artificiales, y un aire frío que cada vez que hablabas te dejaba el aliento colgado como<br />

una nubecilla de humo delante de la boca, como si fueras un personaje de historieta.<br />

Por fin el coche se detuvo delante de las falsas columnas corintias, recubiertas del hollín<br />

de las «Balaklava Mansions». Un portero irlandés anciano con las piernas torcidas nos ayudó<br />

a meter el equipaje en el hotel, pero no había nadie esperándonos: el telegrama que anunciaba<br />

nuestra llegada se debía haber perdido. La joven, según nos informó el portero, había ido a su<br />

reunión, y la señorita Hughes y la señora habían salido a dar de comer a los perros.<br />

—¿Qué ha dicho, hijo? —me preguntó Mamá cuando quedamos solos en la habitación,<br />

porque el portero tenía un acento tan cerrado que era como si hablase en otro idioma. Dije que<br />

Margo se había ido a una reunión y que la prima Prue y la tía Fan estaban dando de comer a<br />

los perros.<br />

—¿Y qué querrá decir con eso? —dijo Mamá, perpleja—. ¿A qué reunión ha ido Margo?<br />

¿Y de qué perros habla?<br />

Respondí que no lo sabía, pero, por lo que yo había visto de Londres, no le vendrían mal<br />

unos cuantos perros más.<br />

—Bueno —dijo Mamá, y con mano inexperta metió un chelín en el contador y encendió<br />

la estufa de gas—. Tendremos que ponernos cómodos y esperar hasta que vuelvan.<br />

Al cabo de una hora de espera se abrió de golpe la puerta y la prima Prue se abalanzó a<br />

nosotros con los brazos abiertos, gritando «Louise, Louise, Louise» como una extraña ave de<br />

pantano. Nos abrazó a los dos, derramando cariño y emoción desde sus ojos oscuros como<br />

endrinas. Yo la besé como estaba mandado, y noté que su hermoso rostro, delicadamente<br />

perfumado, tenía la suavidad de las flores de pensamiento.

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