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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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—¡Te he encontrado una cosa! —gritó—. ¡Ven, date prisa!<br />

Me era imposible darme prisa, porque cada campo estaba rodeado de acequias por sus<br />

cuatro lados, y encontrar los puentecillos que permitían cruzarlas era como encontrar el<br />

camino en un laberinto.<br />

—¡Corre, corre! —chillaba la vieja—. ¡Que se escapan! ¡Corre!<br />

Corrí, salté, volé, cayéndome casi a las acequias, cruzando como un meteoro los<br />

inseguros puentes de tablas, y llegué junto a la vieja con la lengua fuera.<br />

—¡Mira! —me dijo, apuntando con un dedo—. ¡Mira! Ten cuidado no te muerdan.<br />

Vi que había sacado de la tierra un envoltorio de hojas, dentro del cual se movía algo<br />

blanco. Abrí las hojas cautelosamente con el mango del cazamariposas, y cuál no sería mi<br />

alegría al ver cuatro gordezuelos erizos recién nacidos, rosados como el ciclamen, con púas<br />

blanquísimas y blandas. Eran todavía ciegos y se estremecían y hocicaban unos a otros como<br />

una carnada de gorrinitos. Los recogí y los puse cuidadosamente dentro de mi camisa, y,<br />

dando las gracias a la vieja, me fui a casa. Iba entusiasmado con mis nuevos protegidos,<br />

principalmente por lo jovencitos que eran. Yo tenía ya dos erizos adultos, llamados Itch y<br />

Scratch ∗ por las enormes cantidades de pulgas que albergaban, pero no estaban realmente<br />

domesticados. Seguro que aquellos bebés se educarían de otra manera. Para ellos yo sería su<br />

madre a todos los efectos. Ya me veía marchando con orgullo por los olivares, precedido por<br />

los perros, Ulises y mis dos urracas, y, trotando junto a mis talones, cuatro erizos<br />

domesticados, a todos los cuales habría enseñado a hacer diversas gracias.<br />

Encontré a la familia repartida en el porche bajo el emparrado, ocupado cada uno de sus<br />

miembros en sus cosas. Mamá tricotaba, a ratos contando los puntos en voz baja y<br />

exclamando «¡Cuernos!» cada vez que se equivocaba. Leslie, sentado en cuclillas, pesaba<br />

cuidadosamente pólvora y montoncitos de plateados perdigones e iba llenando con ellos<br />

cartuchos rojos y brillantes. Larry leía un librote y de vez en cuando lanzaba una mirada de<br />

irritación hacia Margaret, que pedaleaba en la máquina de coser, acompañando la confección<br />

de una de sus diáfanas prendas con el canto desafinado de la única frase que sabía de su<br />

canción favorita en aquel momento.<br />

—Con su chaquetita azul —trinaba—. Con su chaquetita azul, con su chaquetita azul, con<br />

su chaquetita azul.<br />

—Lo único destacable de tu manera de cantar es el tesón que pones en ello —dijo<br />

Larry—. Cualquier otra persona, a la vista de su incapacidad para seguir una melodía y<br />

aprenderse la más simple de las letras, habría reconocido su derrota y lo habría dejado hace<br />

mucho tiempo.<br />

Así diciendo tiró la colilla del cigarrillo al suelo, lo que motivó un rugido de ira por parte<br />

de Leslie:<br />

—¡Cuidado con la pólvora! —gritó.<br />

—Leslie, hijo —dijo Mamá—, haz el favor de no dar esas voces; me has hecho perder la<br />

cuenta.<br />

Yo saqué con orgullo mis erizos y se los enseñé a Mamá.<br />

—¡Qué monada! —dijo ella, contemplándolos benévolamente a través de las gafas.<br />

—¡Cielo santo! ¡Ya se ha traído otra cosa! —exclamó Larry, y miró con aversión mis<br />

rosados retoños de blanco abriguito.<br />

—¿Qué son? —preguntó.<br />

Expliqué que eran erizos recién nacidos.<br />

—No puede ser —dijo—. Los erizos son pardos.<br />

La ignorancia de mis familiares respecto del mundo en que vivían era un constante<br />

motivo de preocupación para mí, que nunca perdía ocasión de instruirles. Expliqué que las<br />

erizas no podrían parir crías recubiertas de púas duras sin padecer las más refinadas torturas<br />

imaginables, por lo cual los pequeños nacían con aquellas puntitas blancas y gomosas que se<br />

∗ «Pica» y «Rasca» sería el equivalente en nuestro idioma. (N. del T.)

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