GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón
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SEGUNDA PARTE:<br />
Kontokali<br />
Capítulo 4. La jungla en miniatura<br />
Ahora no menos que en la época clásica,<br />
la hospitalidad es, en efecto, un deber sagrado<br />
en estas islas, y un deber que se cumple a la<br />
perfección.<br />
PROFESOR ANSTEAD<br />
Era un cálido día de primavera, azul como ala de arrendajo. Yo esperaba impaciente la<br />
llegada de Teodoro, porque íbamos a salir con la comida al campo, a una laguna que había a<br />
tres o cuatro kilómetros y que era uno de nuestros mejores cotos de caza. Aquellos días que<br />
pasaba con Teodoro, aquellas «expediciones», como él las llamaba, tenían para mí un interés<br />
absorbente, pero para él debían de ser muy fatigosos, porque desde que llegaba hasta que se<br />
despedía yo no dejaba de freírle a preguntas.<br />
Por fin un golpeteo de cascos y un traqueteo anunciaron la llegada de su taxi por el<br />
camino, y de él bajó Teodoro, ataviado, como siempre, con la indumentaria menos adecuada<br />
para ir de recolección: pulcro traje de tweed, respetables botas muy bien lustradas y un<br />
sombrero hongo gris bien colocado en la cabeza. Las únicas notas discordantes con aquel<br />
atuendo de caballero de la capital eran la caja de recolección llena de tubos y frascos que<br />
llevaba colgada al hombro y una redecilla de cuyo extremo pendía un frasco, sujeta al puño<br />
del bastón.<br />
—Ah, hum —dijo, estrechándome la mano gravemente—. ¿Cómo está usted? Veo que<br />
tenemos un día, hum… bueno para salir de expedición.<br />
Dado que en aquella época del año había semanas enteras de días buenos, la cosa tenía<br />
poco de sorprendente, pero Teodoro se obstinaba en señalar siempre esa circunstancia, como<br />
si fuera un privilegio especial que nos concedieran los dioses de la recolección. Rápidamente<br />
recogimos la bolsa con la comida y los canecos de gaseosa que Mamá nos había preparado y<br />
nos los echamos a la espalda, junto con mi equipo de recolección, que era algo más extenso<br />
que el de Teodoro, porque a mí me interesaba todo y había que ir preparado para cualquier<br />
eventualidad.<br />
Luego llamamos a Roger con un silbido y emprendimos la marcha por los soleados<br />
olivares, listados de sombra, con la isla entera, fresca y luminosa, ante nosotros. En aquella<br />
época del año los olivares estaban llenos de flores: pálidas anémonas con la punta de los<br />
pétalos teñida de rojo, como si hubieran estado sorbiendo vino; satiriones que parecían hechos<br />
de rosado merengue, y crocos amarillos tan gruesos, lustrosos y céreos que se dirían prestos a<br />
encenderse como una vela si se aplicase una cerilla a sus estambres. Seguíamos los toscos<br />
senderos de piedra entre los olivos, y luego continuábamos cosa de kilómetro y medio por la<br />
carretera bordeada de altos y añosos cipreses, cubierto cada uno de ellos de una capa de polvo<br />
blanco, como cien brochas oscuras cargadas de lechada. Al cabo dejábamos la carretera y<br />
coronábamos la cresta de un montecillo, y allí, a nuestros pies, se abría la laguna, de casi dos<br />
hectáreas de extensión, ceñidas sus orillas de revueltos juncos y verdosas de plantas sus<br />
aguas.<br />
Aquel día, según bajábamos por la ladera del monte hacia el lago, yo iba un poco<br />
adelantado con respecto a Teodoro, y de pronto me paré en seco, atónito, para contemplar el