GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón
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arriga con el dedo índice, y esa conducta inusitada le valió el apodo de Rascalatripa.<br />
También observé que pedía la comida cantando. Si yo sostenía sobre el acuario una lombriz<br />
de tierra gorda y retorcida, a Augusto le daban paroxismos de gozo, parecía que se le fueran a<br />
saltar los ojos de la emoción y emitía una serie de cochiniles gruñiditos y el extraño balido<br />
que había soltado la primera vez que le cogí. Cuando por fin se dejaba caer la lombriz delante<br />
de él, asentía vigorosamente con la cabeza, como dando las gracias, y cogiendo la lombriz por<br />
un extremo procedía a metérsela en la boca con los pulgares. Cada vez que en casa había<br />
invitados, se les obsequiaba con un recital de Augusto Rascalatripa, y todos convenían<br />
gravemente en que era el sapo de mejor voz y repertorio de cuantos habían conocido.<br />
Fue por entonces cuando Larry introdujo a Donald y a Max en nuestras vidas. Max era un<br />
austriaco de enorme estatura y cabellos claros y rizosos, bigote rubio posado sobre el labio<br />
cual elegante mariposa, y ojos intensamente azules y benévolos. Donald, por el contrario, era<br />
bajito y pálido: uno de esos ingleses que a primera vista parecen no sólo incapaces de hablar,<br />
sino totalmente desprovistos de personalidad.<br />
Larry había conocido a aquella desigual pareja en el pueblo, y generosamente les había<br />
invitado a tomar unas copas en casa. El hecho de que llegaran, animados ya por diversos<br />
estímulos alcohólicos, a las dos de la mañana no nos pareció especialmente llamativo, porque<br />
para entonces estábamos ya acostumbrados, o casi acostumbrados, a las amistades de Larry.<br />
Mamá, que estaba muy resfriada, se había acostado pronto, y el resto de la familia se<br />
había retirado también a sus habitaciones. Yo era el único de la casa que estaba todavía<br />
despierto, porque me había quedado a esperar que Ulises volviera de sus nocturnos<br />
vagabundeos para devorar en mi cuarto el plato de hígado picado y carne que constituía su<br />
cena. Estaba leyendo en la cama cuando oí un rumor lejano y confuso que reverberaba en los<br />
olivares. Al pronto pensé que sería un grupo de campesinos que regresaba de alguna boda, y<br />
no hice caso. Pero la cacofonía se fue acercando, y por el golpeteo y tintineo acompañante<br />
comprendí que se trataba de unos trasnochadores que pasaban por la carretera en coche de<br />
punto. La canción que iban cantando no parecía griega; me pregunté quiénes serían. Salté de<br />
la cama, me asomé a la ventana y miré a los olivares. En ese momento el coche se desvió de<br />
la carretera y empezó a subir la larga avenida que llevaba a nuestra casa. Se lo veía muy<br />
claramente, porque era como si los que iban sentados en la parte trasera hubieran encendido<br />
una pequeña fogata, que yo, intrigado y desconcertado, veía parpadear y temblar entre los<br />
árboles en dirección a la villa.<br />
En ese instante apareció Ulises en el cielo nocturno, planeando sigilosamente como un<br />
vilano, y trató de posarse en mi hombro desnudo. Me lo quité de encima y fui por el plato de<br />
su comida, que él procedió a picotear y engullir, emitiendo ruidillos guturales por lo bajo y<br />
guiñándome sus ojos brillantes.<br />
Ya el lento pero seguro avance del coche lo había conducido hasta la entrada. Me asomé<br />
otra vez y quedé cautivado por el espectáculo.<br />
Lo que había en la trasera no era una fogata, como yo había creído. Eran dos individuos,<br />
cada uno de ellos agarrado a un enorme candelabro de plata que sostenía varios cirios blancos<br />
de buen tamaño, de los que se solían comprar para ponérselos a San Spiridion. Los viajeros<br />
venían cantando a pleno pulmón una canción de La doncella montañesa, con voces<br />
desafinadas pero con mucho brío, y tratando de armonizar cuando podían.<br />
El coche se detuvo ante los escalones de la entrada.<br />
—«A los diecisiete...» —suspiraba un barítono muy inglés.<br />
—¡A los diecisiete! —entonaba el otro cantor, con acento centroeuropeo bastante<br />
marcado.<br />
—«Se enamora locamente —dijo el barítono, agitando su candelabro como un loco— de<br />
unos ojos de azul resplandor».<br />
—De azul resplandorr —entonó el acento centroeuropeo, imprimiendo a tan simples<br />
palabras una lascivia que era cosa de oírlo para creerlo.