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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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Capítulo 5. Sepias y sellos<br />

Cada mañana, al despertar, me encontraba el dormitorio atigrado por el sol que se colaba<br />

por los postigos. Como siempre, los perros habían conseguido subirse a la cama sin que yo me<br />

diera cuenta, y, ocupando más espacio del que en justicia les correspondía, dormían con sueño<br />

profundo y apacible. Ulises, posado junto a la ventana, contemplaba fijamente las barras de<br />

luz dorada, reducidos sus ojos a una ranura de malévola reprobación. Afuera se oía el ronco y<br />

sarcástico canto de un gallo y el blando murmurar de las gallinas (sonido apaciguante como el<br />

borboteo del porridge) que comían bajo los naranjos y los limoneros, el campanilleo lejano de<br />

esquilas de cabras, el agudo piar de gorriones en los aleros, y el súbito estallido de gritos<br />

sibilantes e implorantes que indicaba que al nido de golondrinas de debajo de mi ventana<br />

había llegado uno de los padres con un cargamento de comida para la prole. Yo apartaba la<br />

sábana y echaba a los perros al suelo, donde se sacudían y estiraban y bostezaban, rizadas sus<br />

rosadas lenguas como hojas exóticas, y luego me asomaba a la ventana y abría los postigos.<br />

Inclinado sobre el alféizar, bajo el sol mañanero que calentaba mi cuerpo desnudo, me rascaba<br />

pensativamente los puntitos rojos que las pulgas de los perros me habían dejado en la piel,<br />

mientras mis ojos se acomodaban a la luz. Luego paseaba la mirada sobre las plateadas copas<br />

de los olivos, hasta la playa y el mar azul que se extendía a ochocientos metros de la casa. Era<br />

en aquella playa donde de cuando en cuando sacaban sus redes los pescadores, y siempre que<br />

lo hacían era una ocasión especial para mí, porque la red arrastrada a la orilla desde las<br />

profundidades de la bahía azul contenía un sinnúmero de fascinantes animales marinos que de<br />

otro modo quedaban fuera de mi alcance.<br />

Si veía las barquitas de pesca cabeceando en el agua me vestía a toda prisa, y echando<br />

mano al equipo de recolección bajaba corriendo entre los olivos hasta la carretera y por ésta<br />

hasta la playa. Conocía a casi todos los pescadores por sus nombres, pero había uno que era<br />

más amigo mío que los otros, un mozo alto y fuerte con una mata de pelo color caoba. Se<br />

llamaba Spiro —¡cómo no!—, apócope de Spiridion, y para distinguirle de todos los demás<br />

Spiros conocidos, yo le llamaba Kokino, «rojo». A Kokino le gustaba mucho conseguirme<br />

ejemplares, y, aunque los animales en sí no le interesaban nada, mi evidente contento le<br />

producía gran satisfacción.<br />

Un día bajé a la playa y la red estaba ya a medio sacar. Los pescadores, de tez parda como<br />

cáscara de nuez, tiraban de los cabos empapados, con los dedos de los pies muy abiertos sobre<br />

la arena, acercando palmo a palmo a la playa la voluminosa bolsa.<br />

—Salud, kyrié Gerry —me gritó Kokino, saludándome con una manaza llena de pecas,<br />

relumbrante su mata de pelo al sol como una hoguera—. Hoy tiene que haber buenos<br />

animales para ti, porque hemos echado la red en un sitio nuevo.<br />

Sentado en cuclillas en la arena, esperé pacientemente mientras los pescadores, entre<br />

cháchara y bromas, jalaban sin pausa. Al fin la parte alta de la red sobresalía del agua somera,<br />

y al romper la superficie dejaba ver el brillo y el centelleo de los peces. Ya sobre la arena<br />

parecía como si estuviera viva, de tal modo la hacían latir los peces desde dentro, y se oía el<br />

continuo stacatto de las colas que batían fútilmente unas contra otras. Se traían los cestos y<br />

los pescadores iban sacando los peces de la red y echándolos en ellos. Peces rojos, peces<br />

blancos, peces a rayas de color vino, escorpenas como flamígeros tapices. A veces había un<br />

pulpo o una sepia que desde dentro de la red miraba con expresión de alarma en sus ojos<br />

humanoides. Una vez que todo el contenido comestible de la red quedaba puesto a buen<br />

recaudo en los cestos, llegaba mi turno.<br />

En el fondo de la red quedaba un amasijo de piedras y algas, y allí encontraba yo mis<br />

trofeos. Un día fue una piedra plana y redonda sobre la cual crecía un perfecto arbolito de<br />

coral blanco puro; parecía un haya joven en invierno, con las ramas desnudas de hojas y<br />

cubiertas de una capa de nieve. A veces había asterinas, del grueso de un bizcocho y casi igual

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