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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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Margo disfrazada de Lucrecia —dijo Larry muy serio—. Con su magistral dominio de la<br />

lengua griega, probablemente te perjudicaría bastante menos.<br />

—¡Eso! —exclamó Margo muy excitada, reparando por vez primera en la perspicacia de<br />

Larry—. ¿Por qué no voy yo de testigo?<br />

—¡No seas majadera! —dijo Leslie—. Si tú no estabas presente, ¿cómo vas a testificar?<br />

—Estaba casi presente —dijo Margo—. Estaba en la cocina.<br />

—Ya, está, lo que te hacía falta —dijo Larry a Leslie—. Margo y Lucrecia en la tribuna<br />

de los testigos, y no necesitas ni juez: te linchará el populacho.<br />

Llegado el día del juicio, Mamá congregó a la familia.<br />

—Es ridículo que vayamos todos —dijo Larry—. Si Leslie está empeñado en que le<br />

metan en la cárcel, eso es asunto suyo. No veo razón para que nos enrede a los demás.<br />

Además, yo quería escribir esta mañana.<br />

—Es nuestro deber ir —dijo Mamá con firmeza—. Hay que hacer de tripas corazón. No<br />

quiero que piensen que estoy criando a una reata de presidiarios.<br />

Con que todos nos pusimos nuestras mejores galas y nos sentamos a esperar<br />

pacientemente hasta que vino Spiro a recogernos.<br />

—Buenos, no se preocupe, señorito Leslies —gruñó con aire de carcelero en la celda del<br />

condenado—. No pasarás nada, ya verá.<br />

Pero, a despecho de ese pronóstico y con gran fastidio de Leslie, Larry se empeñó en<br />

recitar «La balada de la cárcel de Reading» hasta que llegamos al pueblo.<br />

La sala del juicio era un hervidero de actividades inconexas. Unos bebían tacitas de café,<br />

otros revolvían montones de papeles con fruición pero sin objeto, y había mucho parloteo y<br />

muchas risas. Gilipoulos vestía su mejor traje pero rehuyó nuestras miradas. Lucrecia, no se<br />

sabía por qué, iba de negro de pies a cabeza. Según Larry, era un gesto prematuro: debería<br />

haber reservado el luto para después del juicio.<br />

—Mires, señorito Leslies —dijo Spiro—: usted se pone aquí, yo me pongo aquí y le<br />

traduzcós.<br />

—¿Para qué? —preguntó Leslie, desconcertado.<br />

—Porque usted no habla griegos —fue su respuesta.<br />

—¡Oye, Spiro! —protestó Larry—. ¡Es verdad que su griego no es homérico, pero le<br />

basta y le sobra!<br />

—Señorito Larrys —dijo Spiro, con ceñuda expresión de absoluta seriedad—, el señorito<br />

Leslies no debes hablar en griegos.<br />

No tuvimos tiempo de indagar más a fondo en la cuestión, porque en ese momento hubo<br />

un revuelo general y entró el juez. Tomó asiento, paseó la mirada por la sala y, al reconocer a<br />

Leslie, sonrió y le saludó con una inclinación.<br />

—Los jueces que mandan a la horca siempre sonríen así —dijo Larry.<br />

—Larry, hijo, ya basta —dijo Mamá—. Me estás poniendo nerviosa.<br />

Hubo una larga pausa mientras el que debía ser secretario del tribunal leía en voz alta la<br />

acusación. Luego se llamó a Gilipoulos a prestar declaración. Fue la suya una actuación<br />

preciosa, a la vez servil y cargada de indignación, apaciguante y belicosa. El juez quedó<br />

visiblemente impresionado, y yo empecé a emocionarme mucho. A lo mejor al final tenía un<br />

hermano presidiario. Luego le llegó el turno a Leslie.<br />

—Se le acusa —dijo el juez— de haberse dirigido a este hombre en términos calumniosos<br />

e insultantes, y haber intentado denegarle la indemnización debida por la pérdida de cinco<br />

pavos, muertos por el perro de usted.<br />

Leslie se le quedó mirando con expresión vacía.<br />

—¿Qué ha dicho? —le preguntó a Spiro.<br />

Spiro izó la barriga.<br />

—Dice, señorito Leslies —y su voz retumbó por la sala como un trueno—, dice que usted<br />

ha insultado a este hombres y que le ha intentados negar el dineros que le debía por sus pavos.

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