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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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La condesa puso unos ojos como platos.<br />

—¿No has hecho nada de postre? —exclamó con voz de horror, como si el criado<br />

estuviera confesando un delito abominable.<br />

—No he tenido tiempo —dijo Demetrios-Mustafá—. No pretendería usted que pudiera<br />

cocinar tanta cosa y encima hacer todo lo de la casa.<br />

— ¡Pero que no haya postre! —dijo ella consternada—. ¡No se puede acabar una comida<br />

sin postre!<br />

—Bueno, compré unos merengues —dijo Mustafá—. Tendrá usted que conformarse con<br />

eso.<br />

—¡Oh, maravilloso! —exclamó la condesa, de nuevo alborozada—. Justo lo que nos<br />

estaba haciendo falta.<br />

A mí no me hacía falta alguna. Los merengues eran grandes, blancos y quebradizos como<br />

el coral, y rebosantes de crema. Fervientemente eché de menos haber llevado a Roger, que<br />

sentado bajo la mesa habría recibido la mitad de mi comida, porque la condesa estaba<br />

demasiado absorbida por su plato y sus reminiscencias como para prestarme mucha atención.<br />

—¡Bueno! —dijo al fin, deglutiendo el último bocado de merengue y limpiándose la<br />

barbilla de migas blancas—. Bueno, ¿estás lleno? ¿O te apetecería algo más? ¿Un poco de<br />

fruta? Aunque en esta época del año no es que haya mucha.<br />

Respondí que no, muchas gracias, que ya estaba más que satisfecho.<br />

La condesa suspiró y me miró con pena. Creo que nada le habría dado mayor placer que<br />

hacerme zampar otros dos o tres platos.<br />

—No comes lo suficiente —dijo—. Cuando se está creciendo como tú hay que comer<br />

más. Estás demasiado delgado para tu edad. ¿Tu madre te alimenta bien?<br />

Me imaginé la ira de Mamá si hubiera oído semejante insinuación. Sí, repuse, mi madre<br />

era excelente cocinera y en casa comíamos todos como reyes.<br />

—Me alegro de que así sea —dijo la condesa—. De todos modos, yo te noto mala cara.<br />

Cómo iba yo a decírselo, pero si tenía mala cara era porque empezaba a sentir los efectos<br />

del asalto de la comida contra mi estómago. Con toda la delicadeza que pude, le hice notar<br />

que iba siendo hora de que volviese a casa.<br />

—Como tú quieras, hijo —me respondió—. ¡Pero si son ya las cuatro y cuarto! ¡Cómo<br />

pasa el tiempo!<br />

Suspiró ante esa idea y luego se iluminó visiblemente.<br />

—Pero es casi la hora del té. ¿Seguro que no te apetece quedarte a tomar algo?<br />

Dije que no, que Mamá estaría preocupada.<br />

—Bueno, pues vamos a ver: ¿qué era lo que habías venido a recoger? —dijo la condesa—<br />

. Ah, sí, el búho. Mustafá, tráele el búho a este muchacho y a mí tráeme café y unos dulces de<br />

fruta de los que hay en el saloncito.<br />

Mustafá apareció con una caja de cartón atada con un cordel y me la dio.<br />

—Le aconsejo que no lo abra hasta llegar a casa —me dijo—. Está muy salvaje.<br />

Aterrorizado por la idea de que si no aceleraba mi partida la condesa me invitaría a<br />

compartir sus dulces de fruta, les di las gracias sinceramente por la lechuza y emprendí el<br />

camino de la puerta.<br />

—Bueno, pues ha sido encantadora esta visita, absolutamente encantadora. Tienes que<br />

venir otro día. Tienes que venir en primavera, o en verano, cuando tengamos más variedad de<br />

frutas y verduras. Mustafá prepara el pulpo de una manera que verdaderamente se te deshace<br />

en la boca.<br />

Dije que me agradaría mucho volver, y mentalmente me juré no hacerlo sin tres días de<br />

ayuno previo.<br />

—Toma, llévate esto —y la condesa me metió una naranja en el bolsillo—. Por si te entra<br />

apetito por el camino.<br />

Monté a Sally, y, según echábamos a andar por la avenida, la condesa me gritó:<br />

—¡Conduce con cuidado!

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