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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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Hum… eh… viene a ser algo así como las gallinas, ¿comprende? Pero la diferencia está<br />

en que de los huevos de rotífero salen otras hembras que a su vez son capaces de poner más<br />

huevos que… hum… de los cuales a su vez salen hembras. Pero en ciertos momentos las<br />

hembras ponen huevos más pequeños, de los cuales salen machos. Ahora bien, como verá<br />

usted cuando se los ponga en el microscopio, la hembra tiene un cuerpo, ¿cómo diríamos?,<br />

muy complejo, con tubo digestivo, etcétera. El macho no tiene nada. En realidad, no es más<br />

que, eh… hum… no es más que una bolsa de esperma capaz de nadar.<br />

Mudo de asombro estaba yo ante las complejidades de la vida privada del rotífero.<br />

—Otra cosa curiosa de estos animales —prosiguió Teodoro, feliz de acumular milagro<br />

sobre milagro— es que en determinadas épocas, eh… si hace un verano caluroso o así y es<br />

posible que la charca se seque, se van al fondo y forman a su alrededor una especie de vaina<br />

dura. Es como un estado de vida detenida, porque la charca puede estar seca durante, eh…<br />

hum… pongamos siete u ocho años, y todo ese tiempo se lo pasan ahí en el polvo. Pero en<br />

cuanto cae la primera lluvia y llena la charca, reviven otra vez.<br />

Reanudamos nuestro avance, pasando las redes por los globosos amasijos de huevos de<br />

rana y las tendidas sartas, como collares, de huevos de sapo.<br />

—Aquí hay, eh… si quiere usted coger un momento la lupa y mirar… una hidra<br />

verdaderamente extraordinaria.<br />

Al otro lado de la lente cobraba vida un fragmento diminuto de alga que llevaba pegada<br />

una alta y esbelta columna de color café, en cuya cúspide se veía una masa encrespada de<br />

elegantes tentáculos. Según la estaba yo mirando, una seria y obesa hembra de cíclope que<br />

arrastraba dos sacos grandes y aparentemente pesados de huevos rosáceos, y nadaba a tirones<br />

con gran esfuerzo, se acercó demasiado a los retorcidos brazos de la hidra. En un instante fue<br />

apresada, y dio un par de sacudidas violentas antes de recibir la picadura mortal. Yo sabía<br />

que, si se estaba uno un rato mirando, vería cómo el cíclope era engullido lenta e<br />

inexorablemente y pasaba, en forma de protuberancia, a lo largo de la columna de la hidra.<br />

Al cabo la altura y el calor del sol nos decían que era hora de almorzar, y volviendo a<br />

nuestros olivos nos sentábamos a comer y a beber gaseosa, arrullados por el soñoliento canto<br />

de las primeras cigarras del año y el suave cucú interrogante de las tórtolas turcas.<br />

—En griego —dijo Teodoro, masticando metódicamente su emparedado— la tórtola turca<br />

se llama deka-octur, sabe, «dieciochera». Cuenta la leyenda que cuando Jesucristo… hum…<br />

subía al Calvario con la cruz a cuestas, un soldado romano, viéndole exhausto, se apiadó de<br />

El. A la vera del camino estaba una vieja que vendía… hum… que vendía leche, conque el<br />

romano fue y le preguntó que a cómo vendía la taza. Ella le contestó que a dieciocho<br />

monedas. Pero el soldado no tenía más que diecisiete. Así que… eh… así que trató de<br />

convencer a la mujer de que le diera una taza de leche para Cristo por diecisiete monedas,<br />

pero ella, codiciosa, no quiso bajar de las dieciocho. Conque, cuando Cristo fue crucificado, la<br />

vieja quedó convertida en tórtola, y condenada a repetir dekaocto, dekaocto, «dieciocho,<br />

dieciocho», hasta el fin de sus días. Si alguna vez consiente en decir deka-epta, diecisiete,<br />

recobrará su forma humana. Y si, por empecinamiento, dice deka-ennaea, diecinueve,<br />

entonces se acabará el mundo.<br />

En la fresca sombra de los olivos, las minúsculas hormiguitas, negras y brillantes como<br />

bolitas de caviar, buscaban nuestras migas entre las hojas de olivo caídas el año anterior,<br />

secas, teñidas de pardo nuez y amarillo plátano por el sol del verano pasado, rizadas y<br />

crujientes como pestiños. A nuestras espaldas pasó por el monte un rebaño de cabras, con el<br />

tintineo lamentoso del cencerro de su jefa, y un rumor de desgarrones procedente de aquellas<br />

mandíbulas que devoraban indiscriminadamente todo el follaje que encontraban a su alcance.<br />

La jefa se nos acercó y nos contempló un instante con tristísimos ojos gualdos, lanzándonos<br />

resoplidos de aliento cargado de tomillo.<br />

—No se las debería, eh… no se las debería dejar solas —dijo Teodoro, empujándola<br />

suavemente con el bastón—. Prácticamente hacen más daño al campo que ninguna otra cosa.<br />

La jefa soltó un breve «bah» sardónico y se alejó, seguida de su destructiva hueste.

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