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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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TERCERA PARTE:<br />

Criseda<br />

Capítulo 8. Erizos y lobos de mar<br />

Este lugar es de una belleza indescriptible.<br />

Me gustaría que lo conocierais; si vinierais os<br />

podría alojar regiamente, y alimentaros con<br />

gambas, higos, clarete y gaseosa.<br />

EDWARD LEAR<br />

Con la llegada de la primavera nos mudamos a otra casa: a una villa elegante, blanca<br />

como la nieve, sombreada por un enorme magnolio y situada entre olivares a poca distancia<br />

de la primera que habíamos tenido. Se alzaba en una ladera, al pie de la cual se extendía un<br />

llano cruzado por acequias que lo dividían en cuadros como un gigantesco tablero de ajedrez.<br />

Para mí aquello eran «los campos». En realidad eran las antiguas salinas venecianas donde<br />

antaño se recogía la sal que pasaba a las acequias desde el gran lago salado adyacente. El lago<br />

se había secado hacía mucho tiempo, y las acequias, llenas ahora de agua dulce procedente de<br />

los montes, regaban una cuadrícula de parcelas de espesa vegetación. Era aquélla una zona<br />

superabundante en animales, y por lo tanto uno de mis cotos de caza mejores.<br />

En Corfú la primavera era siempre una cosa muy seria. Diríase que casi de la noche a la<br />

mañana los vientos invernales limpiaban de nubes el cielo y lo dejaban de un azul claro de<br />

espuela de caballero, y de la noche a la mañana las lluvias invernales alfombraban los valles<br />

de flores: el rosa de los satiriones, el amarillo de los crocos, los altos tallos pálidos de los<br />

asfódelos, los azules ojos de los nazarenos que parecían mirarte desde la hierba, y las<br />

anémonas, como mojadas en vino, que cabeceaban con la brisa más leve. Los olivares se<br />

animaban con el murmullo de los pájaros recién llegados: las abubillas de color salmón y<br />

negras, con sorprendidas crestas, hundían el largo y curvado pico en la tierra blanda, entre los<br />

matojos de hierba verde esmeralda; los jilgueros, con destellos de oro, rojo y negro en su<br />

plumaje, danzaban alegres de rama en rama, entre silbidos y gorjeos. En las acequias de los<br />

campos las algas teñían el agua, sembrada de hileras de huevos de sapo que eran como sartas<br />

de perlas negras; ranas verde esmeralda se croaban unas a otras, y los galápagos de concha<br />

negra como el ébano trepaban a las orillas para hacer sus agujeros y poner sus huevos. Las<br />

libélulas de acerado azul, delgadas cual hilos, desovaban y flotaban como el humo entre la<br />

maleza, trasladándose con vuelo extrañamente rígido. Era entonces cuando los ribazos se<br />

iluminaban de noche con la luz verdiblanca y palpitante de mil luciérnagas, y de día con el<br />

destello de las fresas silvestres que pendían en la sombra como rojos farolillos. Era un tiempo<br />

emocionante, un tiempo de exploraciones y nuevos descubrimientos, un tiempo en el que dar<br />

la vuelta a un tronco podía revelar casi cualquier cosa, desde un nido de arvícola agreste hasta<br />

un reluciente amasijo de luciones recién nacidos, que parecían como de bronce fundido y<br />

bruñido.<br />

Estaba yo un día en los campos, tratando de capturar alguna de las pardas culebras de<br />

agua que habitaban las acequias, cuando desde unos seis campos más allá me llamó una vieja,<br />

a la que yo sólo conocía ligeramente. La vieja llevaba un rato removiendo la tierra con una<br />

azada de mango corto y ancha pala, metida en el barro hasta los tobillos, protegidas sus<br />

piernas con las feas y gruesas medias de lana que se ponían los campesinos para realizar<br />

aquella operación.

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