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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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Tenía una mata de pelo oscuro y rizoso, los ojos brillantes y negros como moras y unos<br />

dientes que relumbraban con blancura asombrosa en aquella cara morena.<br />

—Yasu —dijo—. Salud.<br />

Devolví el saludo y me quedé mirándole. El saltó ágilmente de la barca, cargado con un<br />

ancla pequeña y herrumbrosa que clavó con firmeza detrás de un gran montón de algas secas.<br />

No vestía más que una camiseta hecha jirones y unos pantalones que antaño fueran azules,<br />

pero que el sol había dejado casi blancos. Se acercó, amigablemente se sentó en cuclillas a mi<br />

lado y se sacó del bolsillo una lata con tabaco y papel de fumar.<br />

—Hace calor hoy —dijo con gesto de desagrado, y sus dedos chatos y encallecidos liaron<br />

un cigarrillo con extraordinaria destreza. Lléveselo a la boca, lo encendió con un mechero<br />

grande de hojalata, inhaló profundamente, dio un suspiro y me miró alzando una ceja, con<br />

unos ojillos chispeantes como los de un petirrojo.<br />

—¿Tú eres uno de los forasteros que viven en lo alto del monte? —inquirió.<br />

Ya para entonces hablaba yo el griego con alguna fluidez, conque reconocí que sí, que era<br />

uno de los forasteros.<br />

—¿Y los demás? —preguntó—. Los demás que viven en la villa, ¿quiénes son?<br />

Yo había aprendido en seguida que a todos los corfiotas, y en especial a los campesinos,<br />

les encantaba enterarse de tu vida y milagros, y a cambio de esa información te confiaban<br />

hasta los más íntimos detalles de su vida privada. Expliqué que los otros ocupantes de la villa<br />

eran mi madre, mis dos hermanos y mi hermana. El asintió gravemente, como si aquella<br />

información fuera de la mayor importancia.<br />

—¿Y tu padre? —continuó—. ¿Dónde está tu padre?<br />

Respondí que mi padre había muerto.<br />

—Pobrecito niño —dijo, compadeciéndome inmediatamente—. ¡Y tu pobre madre, con<br />

cuatro hijos que sacar adelante!<br />

Suspiró lúgubremente ante aquella imagen terrible, y luego su rostro se animó otra vez.<br />

—En fin, así es la vida —dijo con filosofía—. ¿Qué estás buscando debajo de esas<br />

piedras?<br />

Se lo expliqué lo mejor que pude, aunque siempre me resultaba difícil hacer entender a<br />

los campesinos por qué me interesaban tanto todos aquellos bichos que eran o dañinos o<br />

totalmente despreciables, y ninguno de los cuales se podía comer.<br />

—¿Cómo te llamas? —preguntó.<br />

Dije que me llamaba Gerasimos, que era lo más parecido a Gerald que se podía encontrar<br />

en griego. Pero, expliqué, mis amigos me llamaban Gerry.<br />

—Yo soy Taki —dijo—. Taki Thanatos. Vivo en Benitses.<br />

Le pregunté qué hacía allí, tan lejos relativamente de su aldea. Se encogió de hombros.<br />

—Venía de Benitses —dijo—, pescando por el camino. Luego como y duermo, y de<br />

noche enciendo las luces y me vuelvo a Benitses, pescando otra vez.<br />

Aquello me interesó mucho, porque poco tiempo antes, volviendo ya tarde del pueblo, en<br />

un momento en que nos paramos en la carretera, junto al caminito que subía a la villa,<br />

habíamos visto pasar allá abajo una barca, conducida por un hombre que remaba muy<br />

despacio, con un farolón de carbono sujeto a la proa. Al maniobrar el pescador la barca en las<br />

aguas someras y oscuras, el círculo de luz que arrojaba el farol iba iluminando grandes franjas<br />

de algas con la mayor vividez, arrancando su paso lento resplandores verde-limón, rosados,<br />

amarillos y pardos de los arrecifes. Entonces me había quedado pensando que debía ser<br />

aquélla una ocupación fascinante, pero no conocía a ningún pescador. Ahora empezaba a<br />

mirar a Taki con cierto entusiasmo.<br />

Me apresuré a preguntarle a qué hora pensaba ponerse a pescar, y si tenía intención de<br />

rodear los arrecifes que había entre la ensenada y Pondikonissi.<br />

—Empiezo a eso de las diez —respondió—. Voy dando la vuelta a la isla, y luego enfilo<br />

hacia Benitses.

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