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uscamente desde los hombros hasta las caderas. Adoptaba una pose taurina, ytodos sus movimientos expresaban la tenacidad y la brusquedad características dequien está controlado y reprimidamente irritado porque no puede ejercer suautoridad y lo lamenta. Ello se debía a que la vida con su familia resultaba difícil. Ensu casa era, y tuvo que serlo durante muchos años, paciente, sacrificado ydisciplinado. Por temperamento, yo diría que no poseía ninguna de estascualidades. Tal vez radicase ahí su necesidad de rebajarse, su falta de fe en símismo. Era un hombre que hubiera podido ser mucho más grande que el espacioque la vida le había otorgado. Él lo sabía, creo yo, y quizá debido a que se sentíasecretamente culpable de su frustración en el ámbito familiar, aquellaautodenigración era un modo de castigarse. No lo sé... Tal vez se castigaba a causade su constante infidelidad a su esposa. Una tiene que ser mucho mayor de lo queyo era entonces para comprender la relación entre George y su esposa. Él sentíauna gran compasión y lealtad hacia ella: la compasión de una víctima por otra.De cuantas personas he conocido, George era de las que con más facilidadse hacía querer. Tenía ese carácter espontáneo que resulta irresistiblementecómico. Yo le he visto hacer reír a una habitación llena de gente, desde la hora delcierre del bar hasta la madrugada, sin parar. Nos obligaba a revolearnos por lascamas y el suelo, sin podernos mover de risa. Sin embargo, al otro día, cuandorecordábamos los chistes, no parecía que tuvieran nada particularmente divertido.Si la noche antes nos habíamos muerto de risa, ello se había debido en parte a sucara, que era hermosa, pero de una belleza académica, insulsa de tan regular, demodo que uno esperaba que hablara según las formas convencionales; pero meparece que se debía, sobre todo, a que tenía el labio superior muy largo y estrecho,lo que le daba una expresión acartonada y casi estúpida a la cara. Entoncesempezaba a soltar un chorro de observaciones tristes, irresistibles, con las que serebajaba a sí mismo, y observaba cómo nos retorcíamos de risa; pero nosobservaba con auténtico asombro, como si estuviera pensando:—Bueno, pues si soy capaz de hacer reír a gente como ésta, tan inteligente,no debo de ser tan inútil como creía.Tenía unos cuarenta años. Es decir, doce más que el mayor de nosotros,Willi. Nunca hubiéramos pensado en ello, pero él no podía olvidarlo. Era un hombreincapaz de no sentir el paso de los años como si fueran perlas que, una tras otra,se le escurrieran por entre los dedos para caer al mar. Ello se debía a su pasión porlas mujeres. Su otra obsesión era la política. Una de las cosas que más le marcaronera que provenía de una familia arraigada en plena tradición del viejo socialismobritánico, el socialismo decimonónico, racionalista, práctico y, sobre todo,religiosamente antirreligioso. Una educación nada adecuada, en definitiva, parallevarse bien con la gente de la Colonia. Era un hombre aislado y solitario, que vivíaen una ciudad pequeña, atrasada y apartada de todo. Nosotros, aquel grupo degente mucho más joven que él, fuimos los primeros amigos que tuvo desde hacíaaños. Todos nosotros le queríamos. No obstante, estoy segura de que nunca se leocurrió creerlo o, al menos, de que se prohibía creerlo. Era demasiado humilde,particularmente con relación a Willi. Recuerdo que una vez, exasperada por lamanera en que mostraba su total reverencia hacia Willi, mientras éste pontificabasobre alguna cuestión, yo le dije:—Por Dios, George, eres una persona tan estupenda que no puedo soportarverte lamer las botas de un hombre como Willi.—Es que si tuviera la inteligencia de Willi —replicó, sin ocurrírsele preguntarcómo podía yo decir una cosa así acerca del hombre con quien, al fin y al cabo,vivía, lo cual era típico de él—, si yo tuviera su inteligencia sería el hombre más98

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