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—¿Y a quién le va? —inquirió Julia—. Pero no creo que cualquier hombre seamejor que ninguno...Después de haber lanzado aquella pequeña indirecta, se marchó con el niño,de buen humor.Paul llegó con retraso, y por su manera de disculparse, a la ligera, Ellaadivinó que a menudo llegaba tarde a los sitios más por temperamento que porcausa de su mucho trabajo como médico. En conjunto, le agradó que llegara tarde.Una mirada a su rostro, que volvía a tener aquella sombra de irritación nerviosa, lerecordó que la noche pasada no le había gustado. Además, llegar tarde significabaque no estaba verdaderamente interesado por ella, lo que hizo desvanecer unfondo de pánico que se relacionaba con George, no con Paul. (De esto ella ya sedaba cuenta.) Pero al encontrarse de nuevo en el coche, dirigiéndose hacia lasafueras de Londres, volvió a sentir que él le dirigía otra vez unas miraditasnerviosas, de empeño. Pero él hablaba y ella escuchaba su voz, que era tanagradable como había recordado. Escuchaba y miraba por la ventana y se reía. Leestaba contando por qué había llegado tarde. Un malentendido con el grupo médicoque trabajaba con él en el hospital.—Nadie dijo nada en voz alta, pero las clases dominantes se comunicanentre sí con chillidos inaudibles, como los murciélagos. La gente de mi clase seencuentra en una gran desventaja.—¿Usted es el único doctor que proviene de la clase obrera?—No, en el hospital no. Pero en esa sección, sí. Y nunca te dejan que loolvides... Ni se dan cuenta de ello.Lo decía con buen humor, en broma. También lo decía con resentimiento,aunque el resentimiento parecía ser una vieja costumbre en él, y no iba cargado deveneno.Aquella tarde resultaba fácil hablar, como si por la noche se hubiera fundidola barrera que había habido entre ellos. Se alejaron de las feas extremidades deLondres. El sol se desparramaba a su alrededor y el ánimo de Ella mejoró de talmodo que llegó a sentirse mareada. Además, se daba cuenta de que aquel hombreiba a ser su amante; lo sabía por el placer que le causaba su voz, y se sentía llenade una secreta delicia. Las miradas de él eran ahora sonrientes, casi indulgentes.Paul observó, al igual que Julia:—Parece muy satisfecha.—Sí. Es porque salgo de Londres.—¿Tanto lo odia?—¡Ah, no! Me gusta; quiero decir que me gusta vivir en Londres Lo que odioes... esto —y señaló a lo que se veía por la ventanilla.Los setos y los árboles habían vuelto a ser absorbidos por una aldea, nuevay fea, en la que no quedaba nada de lo que había sido la vieja Inglaterra.Atravesaron la calle principal, llena de comercios cuyos nombres eran los mismosque habían visto ya repetidamente durante todo el trayecto, al salir de Londres.162

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