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alternativamente, por el alma política de Stanley y por el alma musical de Johnnie.Como ya he dicho, Ted había aprendido música solo y no sabía tocar, perotarareaba fragmentos de Prokofiev, Mozart o Bach, con la cara atormentada deimpotencia, y así hacía que Johnnie los tocara. Johnnie interpretaba cualquier cosade oído, tocaba las melodías a la vez que Ted las tarareaba, y sin dejar de rozar elteclado con su mano izquierda, en un peculiar movimiento de impaciencia. Encuanto la fuerza hipnótica de la atención de Ted disminuía, la mano izquierdaempezaba a producir un ritmo sincopado, y luego las dos manos se encrespaban enun arranque frenético de jazz, mientras Ted sonreía, daba cabezadas y suspiraba,tratando de intercambiar una mirada de resignación irónica con Stanley. PeroStanley le devolvía la mirada sólo en señal de compañerismo, pues no tenía oídopara la música.Los tres se pasaron el día junto al piano.En el salón había unas doce personas, pero como era tan grande, parecíavacío. Maryrose y Jimmy estaban colgando guirnaldas de papel en los travesañososcuros, subidos en sendas sillas y ayudados por una docena de aviadores quehabían acudido en tren desde la ciudad al saber que Stanley y Jimmy seencontraban allí. June Boothby estaba en el antepecho de una ventana, inmersa ensus sueños íntimos; cuando le pidieron que fuera a ayudar, meneó lentamente lacabeza y la volvió hacia la ventana para mirar las montañas. Paul permaneció conel grupo que trabajaba durante un rato, y luego se llegó a donde estaba yo, junto ala ventana, después de haberse servido de la cerveza de Stanley.—¿No es triste este espectáculo, Anna? —dijo Paul, señalando al grupo dejóvenes que rodeaba a Maryrose—. Míralos, cada uno de ellos es como un perrosediento de sexo, y ella, hermosa como el día, sin pensar en nadie más que en suhermano muerto. Y Jimmy, junto a ella y pensando sólo en mí. De vez en cuando,me digo que debiera acostarme con él. ¿Por qué no? ¡Le haría tan feliz! Pero laverdad es que, fatalmente, he empezado a reconocer que, después de todo, no soyhomosexual. Nunca lo he sido, ¿sabes? Entonces, ¿por quién suspiro, echado en milecho solitario? ¿Suspiro por Ted? ¿Tal vez por Jimmy? ¿O quizá por alguno de losgallardos héroes que me rodean constantemente? ¡De ningún modo! Suspiro porMaryrose. Y suspiro por ti. Preferentemente las dos por separado, claro.George Hounslow entró en la sala y fue directamente hacia donde se hallabaMaryrose, subida todavía a la silla y rodeada por sus galanes, que se dispersaronen todas direcciones al acercarse él.De repente, sucedió algo aterrador. El trato de George con las mujerescarecía de gracia, resultaba demasiado humilde. A veces, llegaba a tartamudear.(Aunque cuando tartamudeaba siempre parecía que lo hacía adrede.) Pero fijabasus profundos y negros ojos en las mujeres, con un ahínco casi dominador. Sinembargo, su trato seguía siendo humilde, como si se disculpara. Las mujeres seaturdían, se enojaban o se echaban a reír de puro nerviosismo. Naturalmente, élera un sensual. Con eso quiero decir un sensual auténtico, no uno de esos que lohacen ver por una u otra razón, como hay tantos. Era un hombre que sentía unanecesidad auténtica y muy grande de mujeres. Esto lo digo porque no quedanmuchos hombres así, al menos entre los civilizados, entre los cariñosos yasexuados hombres de nuestra civilización. George necesitaba que una mujer se lesometiera, necesitaba que una mujer estuviera físicamente bajo su hechizo. Loshombres ya no pueden dominar a las mujeres de esta manera sin sentirseculpables. O, por lo menos, muy pocos de entre ellos. Cuando George miraba a unamujer imaginaba cómo sería después de haber fornicado con ella hasta dejarlainsensible. Y tenía miedo de que se le notara en la mirada. Entonces yo no lo110

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