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—Paul, eres la razón más poderosa que conozco para fusilar a toda la clasealta y acabar con la gente como tú.Yo, inmediatamente, le di la razón. No era la primera vez que ocurría eso.Hacía cosa de una semana, la arrogancia de Paul enojó de tal manera a Ted queéste se marchó, pálido y descompuesto, diciendo que no iba a volver a dirigirle lapalabra.—Ni a Willi; los dos sois iguales —añadió.Necesitamos horas, Maryrose y yo, para persuadirle de que volviera al redil.A pesar de ello, Paul respondió frívolamente:—En su vida ha oído hablar de Ascot, y cuando se entere de lo que es va asentirse adulada.Como respuesta a estas palabras, todo lo que Ted dijo después de un largosilencio fue:—No, no se sentirá adulada. No es verdad.Y luego hubo una pausa, mientras contemplábamos el brillo de las hojasplateadas, antes de que Ted añadiese:—¡Bah! Jamás llegaréis a comprenderlo, ninguno de los dos. Y me es igual.Aquel me es igual lo dijo en un tono desconocido para mí en Ted, un tonocasi frívolo. Y se rió. Nunca le había oído reírse así. Me sentí mal, desconcertada,porque Ted y yo siempre fuimos aliados en esta batalla, y ahora me sentíaabandonada.El ala principal del hotel daba directamente a la carretera, y consistía en elbar y el comedor, con las cocinas detrás. A lo largo de la fachada había una terrazacimentada sobre unas columnas de madera por las que subían varias enredaderas.Estábamos sentados en los bancos, silenciosos y aburridos; de repente nossentimos soñolientos y con hambre. La señora Boothby, llamada por su marido,había acudido de su casa y no tardó en hacernos pasar al comedor, volviendo acerrar la puerta para que no entraran otros viajeros a pedir comida. Aquellacarretera era una de las principales de la Colonia, y estaba siempre llena de coches.La señora Boothby era una mujer de cuerpo grande y lleno, muy poco atractiva,con la cara de un color vivo y el pelo muy rizado y sin color. Iba muy encorsetada.Las caderas le sobresalían abruptamente y llevaba los senos muy altos, como unanaquel. Era agradable, amable, de trato servicial, pero digno. Se disculpó de que,por ser tan tarde, no pudiera servirnos una comida completa, pero nos aseguró queharía lo posible para no defraudarnos. Luego, con una inclinación de cabeza y un«buenas noches», nos dejó con el camarero, quien ponía mala cara por haber sidoretenido tanto después de la hora acostumbrada. Comimos gruesas tajadas de unacarne asada, muy buena, patatas al horno y zanahorias. Para terminar, tarta demanzana con crema de leche y queso de la región. Era una comida de tabernainglesa, cocinada con esmero. En el comedor, grande y silencioso, todas las mesasestaban ya puestas para el desayuno del día siguiente. En las ventanas y puertashabía gruesos cortinajes de flores estampadas. Los faros de los coches que pasabanpor la carretera iluminaban los cortinajes continuamente, borrando el dibujo yhaciendo que los tonos rojos y azules de las flores brillaran con fuerza una vezpasado el deslumbramiento de la luz, que se alejaba ya carretera arriba, hacia laciudad. Teníamos sueño y pocas ganas de hablar, pero yo me sentí mejor al cabo83

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