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—¿Es lo que haces habitualmente? —preguntó él otra vez.—¿Hago qué? —inquirió a su vez ella. Y tras una pausa exclamó, riendo—:¡Ah! Ya comprendo.Le miró con incredulidad como si estuviera frente a un loco. Sí, en aquelmomento Paul le pareció algo loco, pues tenía la cara crispada de sospecha. Ya noera, de nuevo, «el hombre sentado en la silla del consultorio», sino más bien un serhostil hacia ella. Se sentía ya casi totalmente en contra de él. Prorrumpió a reír,enojada, y le dijo:—Eres un estúpido.No volvieron a hablar hasta que llegaron a la carretera principal y seagregaron a la caravana de coches que fluía despacio de regreso a la ciudad.Entonces él observó, en un tono de voz distinto, de compañero, como si quisierahacer las paces.—Bien pensado, yo no puedo criticar. Mi vida amorosa no es muy ejemplar.—Espero que hayas encontrado en mí una distracción satisfactoria.Se mostró desconcertado, y a Ella le pareció que era estúpido porque no lacomprendía. Le veía haciendo frases y luego dejándolas correr. De modo que no lepermitió hablar. Le daba la impresión de que le habían asestado, deliberadamente,una serie de puñetazos en el abdomen, debajo mismo de los pechos. Tenía larespiración casi cortada por el dolor de los supuestos puñetazos. Los labios letemblaban, pero antes hubiera muerto que echarse a llorar delante de él. Apartó lacara, miró el paisaje sumido en la sombra y el frío, y empezó a hablar. Si se loproponía, podía llegar a ser dura, maliciosa y divertida. Le entretuvo con historiassofisticadas de la redacción de la revista, de los asuntos de Patricia Brent, etc., etc.,a la vez que le despreciaba por aceptar aquella falsificación de sí misma. No paróde hablar, mientras que él no decía nada. Cuando llegaron a la casa de Julia, saliórápidamente del coche y alcanzó la puerta antes de que él pudiera hacer un gestopara seguirla. Tenía la llave en la cerradura cuando Paul se le acercó por detrás y ledijo:—¿Tu amiga Julia aceptaría acostar a Michael? Podríamos ir al teatro. No, alcine. Hoy es domingo.Ella se quedó con la boca abierta de sorpresa.—Pero si no pienso volver a verte, ¿no te das cuenta?La cogió por los hombros desde atrás y le dijo:—Pero ¿por qué no? Te he gustado, es inútil que pretendas lo contrario.Ella no podía responder; no era su lenguaje. Y ya no lograba recordar lo felizque había sido con él en el prado. Le contestó:—No pienso volver a verte.—¿Por qué no?169

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