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vi obligada porque esperaba la visita de uno de la compañía que deseaba comprarLas fronteras de la guerra. Cuando llegó, decidí no vender los derechos de lanovela. Quieren hacer la película, me parece, pero ¿de qué habrá servido resistirtodos estos años si ahora cedo sin más, sólo porque voy mal de dinero? Enconsecuencia, le dije que no quería vender. Él supuso que ya le había vendido losderechos a otro, pues era incapaz de creer que existiera un escritor que se negaraa vender por un buen precio. Continuó subiendo el precio de un modo absurdo.Pero yo seguí rehusando. Era una farsa. Empecé a reírme y me acordé delmomento en que me había reído y Saúl no lo oyó. No sabía por qué me reía, y elagente me seguía mirando como si la Anna verdadera, la que se reía, no existierapara él. Cuando se marchó, ambos estábamos disgustados. En fin, volviendo aSaúl, cuando le dije que estaba esperando una visita, me sorprendió el modo comoempezó a agitarse; parecía que le echaba, en lugar de decirle, simplemente, queesperaba una visita de negocios. Luego dominó aquel gesto inquieto y defensivo, ydio una cabezada, muy desprendido y reservado. Acto seguido, se apresuró a bajar.Me sentí inquieta y disgustada por toda aquella entrevista llena de discordancias;tanto era así que creí haber cometido una equivocación al dejarle venir al piso. Mástarde le conté a Saúl que no quería vender la novela para que hicieran un filme, ylo dije bastante a la defensiva, porque estoy acostumbrada a que me traten comosi fuera tonta. Él dio por supuesto que lo que yo hacía estaba bien hecho. Dijo quela razón por la que al fin había dejado su empleo en Hollywood, se debió a que noquedaba ya nadie capaz de creer que un escritor prefiriese rehusar el dinero a quehicieran una mala película. Hablaba de toda la gente con la que había trabajado enHollywood con una especie de feroz e incrédula desesperación. Luego dijo algo queme llamó la atención:—Hay que resistir continuamente. Sí, eso es; a veces resistimos defendiendoposturas falsas, pero lo importante es resistir. Yo te gano por un tanto... —meimpresionó, esta vez desagradablemente, el resentimiento con que dijo «te ganopor un tanto», como si estuviéramos en una competición o en una batalla— y esque las influencias que han ejercido sobre mí para que cediera han sido mucho másdirectas y claras que las de este país.Yo sabía a lo que se estaba refiriendo, pero quería oírselo definir:—Ceder ¿a qué?—Si no lo sabes, no te lo puedo decir.—Pero es que lo sé.—Creo que sí. Espero que sí. —Y, luego, con algo de hosquedad—-: Créeme,es lo que mejor aprendí en aquel infierno; la gente que no está dispuesta a resistirhasta cierto punto, y a veces por cuestiones inapropiadas ni siquiera resiste y sevende. Ah, y no me digas: « ¿Venderse a qué?». Si fuera fácil decir con exactitud aqué, no tendríamos que enfrentarnos con cuestiones que a veces no valen la pena.No deberíamos tener miedo...Empezó de nuevo a echarme un sermón. Me gustaba que me discurseara.Me gustaba lo que decía. Y, sin embargo, mientras hablaba sin prestarme atención(podría jurar que había olvidado que yo estaba allí), me puse a mirarle,aprovechando que me había olvidado, y me di cuenta de que su postura, en piecontra la ventana, era como una caricatura del joven americano que vemos en laspelículas, el hombre varonil y sexy, todo cojones y arduas erecciones. Estabarepantigado, con los pulgares cogidos al cinturón y colgantes, como señalando losórganos genitales. Es la postura que siempre me divierte cuando la veo en las467

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