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—¿Te parece que esto nos hace, a gente como nosotros, experimentarlotodo? Algo nos fuerza a ser el mayor número posible de cosas o personas.Esto sí lo oyó y dijo:—No lo sé. No tengo que hacer nada para que me ocurra, puesto que es mimanera de ser.—Yo no hago esfuerzos. Algo me fuerza. ¿Crees tú que la gente de antes seatormentaba por lo que no había experimentado? ¿O sólo nos ocurre a nosotros?—No lo sé, y no me importa —su tono era hosco—; sólo quisiera que alguienme librara de ello. —Y añadió, amistosamente y sin repugnancia—: Anna, ¿es queno te das cuenta de que hace muchísimo frío? Vas a caer enferma si no te vistes.Yo voy a salir.Y se fue. A la par que sus pies bajaban la escalera, desaparecía con ellos lasensación de asco. Me quedé disfrutando de mi cuerpo. Hasta una arruguita de lapiel de la parte interior del muslo, aquel comienzo de la vejez, me causó placer.Pensé: «Sí, es como debería ser; en la vida he sido tan feliz, que no me importaráhacerme vieja». Pero mientras lo decía, aquella seguridad se me escapaba. Volví alasco. Me coloqué en el centro de la habitación, desnuda, dejando que el calor meacariciara desde las tres estufas, y aquello fue como una revelación, una de esascosas que una siempre había sabido, sin haberlo comprendido, y es que la corduradependía de lo siguiente: de que fuera un placer sentir la rugosidad de la alfombraen la planta de los pies, un placer la caricia del calor sobre la piel, un placer estarderecha sabiendo que los huesos se mueven con facilidad debajo de la carne. Siesto desaparece, desaparece también la fe en la vida, aunque yo no podía sentirnada parecido. Aborrecía el tacto de la alfombra como una cosa fabricada y muerta.Mi cuerpo era una especie de vegetal delgado, flaco y puntiagudo, como una plantasin sol. Al tocarme el pelo de la cabeza, me pareció muerto. Sentí que el suelo semovía debajo de mí. Las paredes iban perdiendo densidad. Supe que bajaba a unanueva dimensión, mucho más lejos de la cordura de lo que jamás había llegado.Supe que tenía que irme en seguida a la cama. No podía andar. Entonces me dejécaer de rodillas y me arrastré a la cama. Me tumbé en ella y me tapé. Pero estabasin defensas. Echada en la cama, recordé a aquella Anna que podía soñar cuandoquería, que podía controlar el tiempo, moverse con facilidad y que se sentía a susanchas en el tenebroso mundo del sueño. Pero yo no era aquella Anna. Los trozosiluminados del techo se habían convertido en unos ojos enormes que miraban, losojos de un animal que me vigilaba. Era un tigre, extendido por el techo, y yo, unaniña que sabía que había un tigre en mi habitación, a pesar de que mi cerebro medecía que no. Al otro lado de la pared de las tres ventanas, soplaba un viento fríoque golpeaba los vidrios y los hacía temblar, y la luz invernal traspasaba lascortinas. No eran cortinas; eran jirones de carne podrida y agria del animal. Caí enla cuenta de que me encontraba dentro de una jaula, dentro de la cual el animalpodía saltar en cuanto quisiera. El olor de la carne muerta me ponía enferma; elhedor del tigre me producía miedo. Mientras el estómago se me revolvía más ymás, acabé durmiéndome.Fue el tipo de sueño que sólo tengo cuando he estado enferma: muy ligero,como si estuviera bajo una fina capa de agua y el sueño auténtico estuviera encapas sin fondo por debajo de mí. De modo que todo el rato fui consciente de estarencima de la cama, y consciente de que dormía, y de que pensaba conextraordinaria claridad. Pero no era como cuando me quedaba, en sueños, viendocómo Anna dormía, contemplando cómo otras personalidades se inclinaban sobreella para penetrarla. Era yo, pero sabiendo lo que pensaba y soñaba, de modo que515

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