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—¡Oh! —le interrumpí, apresuradamente—. Todo el mundo sabe quetrabajas hasta muy avanzada la noche.Se pasó la mano, áspera, de trabajador, por la frente. Entonces vi en surostro las huellas de fatiga y esfuerzo: ¡Trabajaba para nosotros! ¡Para el mundo!Me sentí orgulloso y humilde.—Te he molestado tan tarde, camarada, porque necesito que me aconsejes.He oído que había llegado una delegación de maestros de vuestro país y hepensado aprovechar esta oportunidad.—En todo lo que pueda, camarada Stalin...—A menudo me pregunto si lo que me aconsejan sobre la línea a seguir enEuropa, y sobre todo en la Gran Bretaña, es correcto.Guardé silencio, pero me sentía inmensamente orgulloso. « ¡Sí —pensé—,éste es un hombre verdaderamente grande! ¡Como un jefe comunista auténtico,está dispuesto a seguir los consejos de los cuadros del Partido directamente salidosde las masas, como yo mismo!»...—Te agradecería, camarada, que me trazaras la línea que debería seguir enla Gran Bretaña. Soy consciente de qué vuestras tradiciones son muy diferentes delas nuestras, y también de que nuestra línea política no ha tenido en cuenta esastradiciones.Entonces me sentí con libertad para comenzar. Le dije que, a menudo, habíapensado en los muchos errores y desaciertos que cometía en su política el Partidocomunista de la Unión Soviética en lo que afectaba a la Gran Bretaña, y que, en miopinión, ello era debido al aislamiento impuesto a la Unión Soviética por el odio quelas fuerzas capitalistas sentían por el país comunista en ciernes. El camarada Stalinescuchaba fumando su pipa y afirmando de vez cuando con la cabeza. Si yovacilaba, no tenía reparos en incitarme:—Por favor, sigue, camarada, no temas decir exactamente lo que piensas.Es lo que hice. Hablé durante tres horas, empezando con una breve relaciónanalítica de la posición histórica del P. C. británico. En una ocasión pulsó un timbrey otro joven camarada entró con dos vasos de té ruso en una bandeja, colocandouno de ellos delante de mí. Stalin sorbió el suyo frugalmente, asintiendo con lacabeza a lo que yo decía. Tracé la línea tal como a mí me parecía que sería lopolíticamente correcto para la Gran Bretaña. Cuando hube terminado, se limitó adecir:—Gracias, camarada. Ahora comprendo que me habían aconsejado mal. —Luego miró la hora y añadió—: Camarada, tendrás que excusarme, pero todavía mequeda mucho por hacer antes de que salga el sol.Me levanté. Me extendió la mano. La estreché.—Adiós, camarada Stalin.—Adiós, mi buen camarada de la Gran Bretaña. Y, de nuevo, muchasgracias.267

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