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Después reflexioné sobre lo que había dicho. Resultaba interesante, porqueno me había dado cuenta de ello hasta que lo dije. Pero es cierto. Los americanospueden resultar insolentes y hacer mucho ruido, pero a menudo lo hacen con grancantidad de humor. A mi modo de ver, éste es el rasgo que más les caracteriza: elbuen humor. Por debajo está la histeria, el miedo a comprometerse con la gente.He estado reflexionando sobre los americanos que he conocido, que han sidomuchos. Ahora recuerdo el fin de semana que pasé con F., un amigo de Nelson. Alprincipio sentí alivio y hasta pensé: «Por fin, he aquí un hombre normal, a Diosgracias...». Pero luego comprendí que todo provenía de su cabeza. Se comportaba«como era debido en la cama». Cumplía concienzudamente con su deber «dehombre». Pero lo hacía sin afecto. Todo en él estaba perfectamente mesurado. Laesposa que estaba «en su país» era recordada por él con deferencia, cada vez quela nombraba: aunque en el fondo la temía, no la temía a ella, sino a lasobligaciones y a la sociedad que se hallaban representadas en dicha mujer. Lasaventuras, para él, no eran comprometedoras. La medida de afecto era exacta ytodo estaba calculado; para tal relación, tanto sentimiento. Sí, esto es lo que definea los americanos: un frío y astuto cálculo. Por supuesto, los sentimientos son unatrampa, puesto que te ponen en manos de la sociedad. Por esto la gente losprodiga con cuentagotas.Volví al estado de ánimo en que solía encontrarme cuando iba a ver a MadreAzúcar. En tales momentos, no puedo sentir nada. No hay nada ni nadie que puedaimportarme en el mundo, salvo Janet. ¿Hará ya siete años de todo? Cuando medespedí de Madre Azúcar le dije:—Me ha enseñado usted a llorar; gracias por nada. Me ha devuelto lacapacidad de sentir y esto es demasiado doloroso.Lo cierto es que pequé de ingenua al acudir a una curandera para que meenseñara a sentir. Ahora, al pensar en ello, me doy cuenta de que por lo regular lagente hace esfuerzos para no sentir. Busco, sobre todo, tranquilidad. He aquí lagran, palabra. Éste es el lema, primero en América y ahora entre nosotros. Piensoen los grupos de gente joven, en los grupos políticos y sociales que hay enLondres; en los amigos de Tommy, en los nuevos socialistas: lo que tienen encomún todos ellos son las emociones mesuradas y su frío desprendimiento.En un mundo tan terrible como el nuestro, hay que limitar las emociones. Esraro que no se me hubiera ocurrido antes.Frente a este refugio instintivo del no sentir, frente a esta protección contrael sufrimiento, estaba Madre Azúcar, a la que recuerdo que le dije exasperada:—Si le comunicara que ha caído una bomba de hidrógeno que ha hechodesaparecer a media Europa, usted chasquearía la lengua, y luego, si yo llorara amoco tendido, me haría recordar con expresión o gesto de advertencia, o bien meforzaría a tener en cuenta alguna emoción que yo, según su opinión, me empeñabaen ocultar. Pero ¿qué clase de emoción? Pues júbilo, claro. « ¡Considera, hija mía —me diría, o me insinuaría—, los aspectos creativos de la destrucción! ¡Considera lasimplicaciones creativas de la fuerza encerrada en el átomo! ¡Deja que tu menterepose en las primeras hojas de hierba verde que, tímidamente, surgirán a la luz,de entre la lava, dentro de un millón de años!»Ella sonrió, por supuesto. Luego la sonrisa cambió y se hizo seca. Se produjouno de esos momentos que no tienen nada que ver con la relación analista-pacienteque yo tanto deseaba.462

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