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—¿Así, pues, las obras de arte que carecen de forma, si ello fuera posible,son para la minoría?—No creo que algunos libros sean solamente para una minoría. Ya sabe queno lo creo, puesto que no tengo una idea aristocrática del arte.—Mi querida Anna, la actitud de usted hacia el arte es tan aristocrática quecuando escribe, cuando llega a escribir, lo hace sólo para usted.—Igual que todos los demás... —me oí murmurar.—¿Quiénes son los demás?—Los demás, todo el mundo; los que escriben libros en secreto, porquetienen miedo de lo que piensan.—¿Así que usted tiene miedo de lo que piensa? —Y tomó la agenda paraanotar que la sesión había terminado.[En este punto, hay otra línea negra y gruesa que cruza la página.]Cuando vine al nuevo piso y me arreglé el cuarto grande para mí, lo primeroque hice fue comprarme la mesa de caballete y colocar los diarios sobre ella. Encambio, en el otro piso, en casa de Molly, los cuadernos estaban metidos en unamaleta que guardaba debajo de la cama. No los compré con ningún plan. Me pareceque nunca, hasta que vine aquí, me llegué a decir: «Escribo cuatro cuadernos, unonegro, que está relacionado con Anna Wulf como escritora; otro rojo, que trata depolítica; uno amarillo, en que invento historias basadas en mi experiencia; y otroazul, que intenta ser un diario». En casa de Molly los cuadernos eran algo en lo quenunca pensaba, pues estaba lejos de concebirlos como un trabajo o como un deber.Las cosas que resultan importantes en la vida llegan sin que una se décuenta; no se las espera, puesto que no han cobrado forma en la cabeza. Se lasreconoce después que han aparecido. Eso es todo.Cuando vine a este piso fue para hacer sitio, no sólo a un hombre (a Michaelo a quien le sucediera), sino también a los cuadernos. Pero ahora considero que metrasladé aquí para hacer sitio a los cuadernos, pues aún no hacía ni una semanaque me había trasladado, cuando ya me había comprado la mesa de caballete ycolocado los cuadernos encima de ella. Entonces los leí completos, por vez primeradesde que empecé a escribir. Me turbó aquella lectura. Primero, porque no mehabía dado cuenta de cómo me afectó la experiencia del rechazo de Michael; decómo había cambiado, al parecer, mi personalidad entera. Pero, sobre todo, porqueno me reconocía a mí misma. Comparando lo que había escrito con lo querecordaba, todo me parecía falso. Era evidente que la falta de veracidad de loescrito se debía a algo sobre lo cual nunca había pensado: mi esterilidad. De ahíesa actitud cada vez más profunda de crítica, defensa y desagrado.Entonces fue cuando decidí usar el cuaderno azul, que habría de servirmetan sólo para anotar hechos. Cada noche me sentaba en el taburete de música yanotaba mi día, como si yo, Anna, clavara a Anna sobre la página. Cada día daba408

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