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Sonó su risa ofendida, sonora y joven. No hice caso y me fui al baño. Unavez allí, me estiré, tensa y llena de aprensiones, pero contemplando objetivamentelos síntomas de «mi estado de ansiedad». Era como si un extraño que sufrierasíntomas que yo nunca había experimentado, tomara posesión de mi cuerpo.Después ordené la casa y me senté en el suelo de la habitación, para intentar el«juego» una vez más. No lo conseguí, y se me ocurrió que me iba a enamorar deSaúl Green. Recuerdo que primero encontré la idea ridícula, pero luego la analicé yacabé aceptándola. Bueno, más que aceptarla, luché por ella, como si fuera algoque me debían. Saúl se quedó todo el día en casa, en su habitación. Jane Bondllamó dos veces por teléfono, una de ellas cuando yo estaba en la cocina, lo que mepermitió escuchar: él le decía, de aquel modo suyo tan cauteloso, que no podía ir acenar a su casa porque... y a esa negativa siguió una larga historia sobre un viaje aRichmond. Fui a cenar con Molly, pero ninguna de las dos mencionó a Saúl enrelación conmigo, por lo que comprendí que ya estaba enamorada de Saúl, y que lalealtad hombre-mujer, más fuerte que la lealtad entre amigas, se había interpuestoentre nosotras. Molly insistió en hablarme de las conquistas de Saúl en Londres, yno cabía ya duda de que me advertía aunque también hubiera algo posesivo en suactitud. En cuanto a mí, cada vez que Molly se refería a una mujer a la que Saúlhubiera causado buena impresión, aumentaba en mí una decisión secretamentetriunfal, puesto que este sentimiento se hallaba relacionado con su pose de DonJuan (pulgares en el cinturón, mirada sardónica y desprendida) y no con el hombreque se me había «nombrado». Al regresar, me encontré con él en la escalera.Parecía un encuentro deliberado. Le invité a café y, melancólicamente, observó queyo tenía mucha suerte, pues no me faltaban amigas y una vida estable, refiriéndosea mi cena con Molly. Dije que no le habíamos invitado porque él tenía uncompromiso; y se apresuró a preguntar:—¿Cómo lo sabes?—Porque he oído que se lo decías a Jane por teléfono.Su mirada atónita, prudente y a la defensiva, no podía expresar másclaramente: «Y a ti ¿qué te importa?». Me enfadé y le recordé:—Si quieres que tus conversaciones telefónicas sean privadas, no tienes másque subir a telefonear a tu habitación y cerrar la puerta.—Es lo que haré la próxima vez —dijo hoscamente.En estos momentos de discordancia y antipatía, yo no sabía realmente quéhacer. Empecé a preguntarle sobre su vida en América, firme en mi propósito deatravesar la barrera de las evasivas. En cierto momento, comenté:—¿Te das cuenta de que nunca respondes directamente a las preguntas?¿Qué te ocurre?Después de un silencio, me contestó que aún no se había acostumbrado aEuropa, pues en los Estados Unidos nadie le preguntaba a uno si había sidocomunista.Observé que era una lástima hacer el viaje a Europa para seguir con lamisma actitud que en América. Reconoció que tenía razón, pero que le costabaadaptarse, y empezamos a hablar de política. Saúl Green era la clásica mezcla deamargura, tristeza y decisión de conservar como sea un equilibrio. En definitiva,eso hacemos todos. Me acosté habiendo decidido que enamorarse de aquel hombreera una estupidez. Mientras estaba echada en la cama, me puse a analizar la471

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