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¿dónde se encontraba la fuerza para mover aquella fealdad? Y en cada calle, pensó,había gente como la mujer de la carta que llevaba en el bolso. Eran callesdominadas por el miedo y la ignorancia, con casas construidas por la ignorancia y lamezquindad. Así era la ciudad donde vivía, de la que formaba parte y por la que sesentía responsable... Ella apretó el paso; estaba sola en la calle y oía el taconeo desus zapatos detrás. Espiaba las cortinas de las ventanas. En aquel extremo vivíanobreros. Se notaba en las cortinas, de puntillas y tela floreada. Allí estaba la genteque escribía aquellas cartas terribles e imposibles de contestar que debía afrontarcada día. De pronto, todo cambiaba: las cortinas eran diferentes, tenían una franjade un azul brillante. Era la vivienda de un pintor que se había trasladado a aquellacasa barata y la había embellecido, como hicieran otros intelectuales y artistas.Formaban un pequeño núcleo diferenciado de los habitantes de aquel barrio.Les era imposible comunicarse con sus vecinos del otro extremo de la calle,que no podían, y seguramente no querían, entrar en sus casas. Allí se encontrabala morada del doctor West. Conocía al primero que fue a vivir a la calle, un pintor, yse había comprado la casa que quedaba casi enfrente de la suya. Se había dicho:«Ahora es el momento; los precios empiezan ya a subir». El jardín estabadescuidado. Era médico, siempre andaba agobiado de trabajo y tenía tres hijos. Sumujer le ayudaba a llevar el consultorio, pero no les quedaba tiempo para lajardinería. (La mayoría de los jardines del otro extremo de la calle aparecían biencuidados.) Ella pensó que las cartas dirigidas a los oráculos de las revistasfemeninas no podían proceder de allí. Se abrió la puerta y apareció la cara vivaz yafable de la señora West.—¡Ah, por fin ha llegado!Y le ayudó a quitarse el abrigo. El recibidor era agradable, limpio y práctico:¡el mundo de la señora West!—Mi marido me ha dicho que han vuelto a discutir a causa de su grupito delocos —comentó la dueña de la casa—. Es una buena acción de su parte tomarsetanto interés por esa gente.—Es mi oficio —contestó Ella—. Me pagan por hacerlo.La señora West sonrió con afable tolerancia. Sentía resentimiento hacia Ella.No porque trabajara con su marido; no, eso era demasiado vulgar para una mujercomo la señora West. No comprendió el resentimiento de la señora West hasta eldía en que dijo:—Ustedes, las chicas de carrera...Era una expresión que no venía a cuento, como lo de «su grupito de locos»o «esa gente», y Ella no supo qué responder. En aquella ocasión, la señora West lequería dar a entender que su marido hablaba de los asuntos de trabajo con ella,afirmando así sus derechos de esposa. Otras veces Ella se había dicho: «Es unabuena mujer, a pesar de todo». En cambio, entonces, enojada, se dijo: «No es unabuena mujer. Toda esta gente está muerta y condenada, con sus frasesdesinfectantes como lo de grupito de locos y chicas de carrera. No le tengo ningunasimpatía y no voy a pretender que me la tenga»... Siguió a la señora West hacia elsalón, donde había caras conocidas. La mujer para quien trabajaba en la revista,por ejemplo. También era de mediana edad, aunque se la veía elegante y bienvestida, con el pelo corto, rizado y de un gris brillante. Era una mujer de carrera, ysu aspecto formaba parte de su oficio; lo contrario de la señora West, que resultabaagradable de ver, pero carecía de elegancia. Se llamaba Patricia Brent. Incluso el153

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