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mitad de una frase. A veces el piso es un oasis de amor y cariño; luego, derepente, se convierte en un campo de batalla, e incluso las paredes vibran de odio.Nos cercamos mutuamente como dos animales. Las cosas que nos decimos son tanterribles que luego, al pensar en ellas, me escandalizo. Sin embargo, somos muycapaces de decirlas, escuchando lo que decimos, y rompiendo a reír luego,revoleándonos por el suelo.Fui a ver a Janet. Durante todo el viaje me sentí desgraciada porque sabíaque Saúl estaba haciendo el amor con Dorothy, a la que no conozco. No pudeolvidarme de ello mientras estuve con Janet. Parecía feliz: alejada de mí, se haconvertido en una colegiala absorta en sus amigas. A la vuelta, en el tren, pensé enlo extraño que resultaba que durante doce años, cada minuto de cada día sehubiera ido organizando alrededor de Janet y que mi horario hubiera sido el de susnecesidades. Al irse a la escuela, todo terminó, y yo volví a ser una Anna que nuncadio a luz a Janet. Recuerdo que Molly dijo lo mismo: Tommy se fue de vacacionescon unos amigos cuando tenía dieciséis años, y ella se pasó los días rodando por lacasa, asombrada de ella misma. «Me siento como si jamás hubiera tenido un hijo»,decía.Al acercarme a casa, aumentó la tensión de mi estómago, y al llegar ya meencontraba mal. Me fui directamente al cuarto de baño a vomitar. Jamás en mi vidame había mareado a causa de los nervios. Luego llamé arriba. Saúl estaba ya encasa y bajó de buen humor: « ¡Hola! ¿Cómo ha ido?», etc. Al mirarle, noté que lecambiaba la cara para adoptar una expresión de cautela furtiva que escondía unasensación de triunfo, y me vi a mí misma, fría y llena de malicia.—¿Por qué me miras así? —Y luego—: ¿Qué tratas de saber?He pasado a mi habitación grande. El «qué tratas de saber» era una nuevanota en el intercambio, un bajón hacia nuevas profundidades de despecho. Olas deodio puro habían irradiado de él al decirlo. Me senté en la cama e intentéreflexionar. Me di cuenta de que el odio me había causado miedo físico. ¿Qué sé yosobre enfermedades mentales? Nada. Sin embargo, por instinto sentía que no teníapor qué sentir miedo.Me siguió a la habitación y se sentó al borde de la cama, canturreando unatonada de jazz y mirándome.—Te, he comprado unos discos de jazz. El jazz te calmará.—Bien... —me limité a decir.—¡Maldita inglesa! —exclamó de pronto.—Si no te gusto, vete...Me dirigió una mirada rápida de sobresalto y se fue. Aguardé a que volviera,pues me constaba que lo haría. En efecto, volvió tranquilo, callado, fraternal yafectuoso. Puso un disco. Miré los discos. Se trataba de un primer Armstrong y deun Bessie Smith. Permanecimos sentados sin decir nada, escuchando mientras élme vigilaba.—¿Te gustan? —me preguntó.—Esta música está llena de buen humor. Es cálida y grata.488

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