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«vida amorosa» desde hacía ocho años. Le pasé la carta a Rose, sin comentarios.Ella la leyó y dijo, de prisa, a la defensiva y enfadada:—-No advertí nada parecido cuando estuve con ellos. El hombre es parte dela sal de la tierra. Esa gente es la sal de la tierra... —Y luego, devolviéndome lacarta con una sonrisa postiza, añadió—: Supongo que la animarás a que vayasintiendo lástima de sí misma.Me doy cuenta del alivio que supondrá para mí librarme de la compañía deRose. Pocas veces me disgustan las personas (o, por lo menos, nunca mucho másallá de unos instantes). Sin embargo, el desagrado que me produce Rose espositivo y constante. Me desagrada incluso su presencia física. Tiene un cuellolargo, delgado y desproporcionado, lleno de espinillas y de rastros de grasa. Coronasu desagradable cuello una cabeza estrecha, vidriosa y vivaracha, como la de unpájaro. Su marido, funcionario también del Partido, es un hombre agradable y nodemasiado inteligente, dominado por ella. Tienen dos hijos, a los que la madreeduca según normas burguesas y convencionales, preocupándose de sus modales ysu porvenir. Debió de ser una chica muy bonita: me dijeron que, en los añostreinta, era una de «las guapas» del Partido, pero... Reconozco que esta mujer meda miedo: un miedo muy similar al que me inspira John Butte. ¿Qué podrásalvarme de llegar a ser como ellos? Al mirar a Rose, hipnotizada por su cuellosucio, me acuerdo de que hoy tengo razones especiales para preocuparme de mipropia limpieza, y vuelvo al lavabo. Cuando regreso a mi mesa de trabajo meencuentro con que el correo de la tarde ya ha llegado, y con él otros dosoriginales..., acompañados de las dos cartas de rigor. Una de las cartas es de unpensionista anciano, un hombre de setenta y cinco años que vive solo, con laesperanza de que se publique su libro y la convicción de que merece publicarse (dala impresión de que es muy malo), porque eso «le haría más llevadera la vejez».Decido ir a verle, pero en seguida recuerdo que voy a dejar este trabajo. ¿Llevaráalguien a cabo estas tareas si yo las dejo? Seguramente no. En definitiva,¿cambiará eso las cosas? Me cuesta imaginar que las cartas que he escrito, lasvisitas que he hecho, los consejos y hasta la ayuda práctica que he prestadodurante todo este año de trabajo como «asistente social», haya contribuido a quelas cosas sean muy distintas. Tal vez he conseguido aliviar un poco la frustración, ladesdicha... Pero ésta es una manera de pensar peligrosa, para la que tengodemasiada facilidad, y me da miedo.Entro en el despacho de Jack. Se encuentra solo, en mangas de camisa, conlos pies sobre la mesa, fumando una pipa. Su rostro, pálido e inteligente, estáconcentrado, con el ceño fruncido, de tal manera que parece más que nunca unprofesor de universidad. Piensa, estoy segura, en su trabajo particular. Ha decididoespecializarse en la historia del Partido comunista en la Unión Soviética. Habráescrito un millón de palabras sobre el tema. Pero es imposible publicarlo ahora,porque el texto contiene la verdad acerca del papel desempeñado por figuras comoTrotski y otras de parecida tendencia. Acumula manuscritos, notas, apuntes deconversaciones. Me burlo de Jack, diciéndole:—Dentro de dos siglos se podrá decir la verdad.Sonríe con calma y replica:—O dentro de dos o cinco décadas.No le preocupa en absoluto que este trabajo minucioso no vaya a serreconocido en muchos años, ni tal vez mientras él viva. Una vez me confesó:310

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