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Edwina Wright es una mujer de cuarenta y cinco o cincuenta años, algoobesa, de tez rosada y blanca, pelo gris metálico, rizado y brillante, relucientespárpados azules, labios rosa brillantes y uñas rosa pálido. Viste un traje dechaqueta azul suave, muy caro. Es una mujer cara. Conversación amistosa y fácilcon los martinis. Ella toma tres; yo, dos. Ella los engulle con fuerza; los necesita,realmente. Conduce la conversación hacia personalidades literarias inglesas, paradescubrir a quién conozco personalmente. Pero no conozco a casi nadie. Trata desituarme. Por fin me encasilla, sonriendo y diciéndome:—Uno de mis amigos más apreciados... — (menciona a un escritoramericano) —, siempre me dice que detesta conocer a otros escritores. Creo quetiene ante sí un futuro muy interesante.Vamos al comedor. Cálido, cómodo, discreto. Una vez sentada mira a sualrededor; durante un segundo ha dejado de vigilarse. Apretando sus párpadosarrugados y pintados, con la boca de color de rosa ligeramente abierta, estábuscando a alguien o algo. Luego pone una expresión pesarosa y triste, que, sinembargo, debe ser sincera porque dice sintiéndolo:—Tengo afecto por Inglaterra. Me encanta venir aquí, y siempre buscopretextos para que me manden.Me pregunto si este hotel es, para ella, «Inglaterra», pero parece demasiadoastuta e inteligente para caer en semejante tópico. De pronto, pregunta si quierootro martini. Estoy a punto de rehusar. Advierto que ella desea uno y accedo. En miestómago se produce el comienzo de una tensión, aunque en seguida me doycuenta de que es su tensión la que se apodera de mí. Miro su rostro controlado, enguardia, bien parecido, y siento compasión por ella. Comprendo muy bien su vida.Encarga la cena, solícitamente y con tacto. Es como haber salido con un hombre.Pero no es nada masculina; simplemente, está acostumbrada a controlarsituaciones parecidas. Siento que interpreta su papel con dificultad, que le cuestamostrarse natural en él. Mientras esperamos el melón, enciende un cigarrillo. Conlos párpados caídos y el cigarrillo colgándole entre los labios, inspecciona de nuevoel local. Su cara refleja una súbita expresión de alivio, que inmediatamente oculta.Luego, saluda con la cabeza y sonríe a un americano que acaba de sentarse y queestá encargando la cena en un rincón de la sala. Le manda un saludo con la mano,al que ella responde sonriendo. El humo de su cigarrillo asciende en espiral delantede sus ojos. Se vuelve de nuevo hacia mí, prestándome atención con un esfuerzo.De pronto, parece mucho más vieja. Me gusta mucho. La veo claramente en suhabitación, esta misma noche, más tarde, poniéndose algo muy femenino... Sí, unchiffon floreado, algo de este estilo... para compensar el esfuerzo de tener querepresentar este papel en su trabajo. Y la veo contemplando los volantes de suchiffon con ojos burlones, bromeando. Pero espera a alguien. Percibe el discretogolpe en la puerta. Han llamado. Abre, haciendo un chiste. Es tarde. Tanto él comoella están un poco bebidos. Toman otra copa. Finalmente, se unen en unayuntamiento seco y medido. Más adelante, en Nueva York, se encontrarán en unareunión e intercambiarán ironías. Ahora ella come el melón con actitud crítica.Observa que, en Inglaterra, la comida es más sabrosa. Habla de que tiene laintención de dejar su trabajo para irse a vivir al campo, a Nueva Inglaterra, yescribir una novela. (No menciona nunca a su marido.) Me doy cuenta de queninguna de las dos tiene ganas de hablar de Las fronteras de la guerra. Se hahecho una idea acerca de mí, y no muestra acuerdo ni desacuerdo. Simplemente,ha probado fortuna y considera esta cena como una pérdida económica.Gajes del oficio. Dentro de un instante va a referirse con amabilidad, aunquebrevemente, a mi novela. Bebemos una botella de borgoña, caro y espeso, y255

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