11.07.2015 Views

pfhlamc

pfhlamc

pfhlamc

SHOW MORE
SHOW LESS

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

La máscara de la mujer de mundo se quiebra por la mitad y acaba diciendo,tras una larga pausa:—Pero, la verdad, jamás hubiera imaginado que...Lo cual quiere decir: «Me has caído bien. ¿Cómo puedes ser comunista?».Súbitamente, me siento tan enojada por este tipo de provincianismo que, comosiempre en circunstancias semejantes, pienso: «Más vale ser comunista, cueste loque cueste. Es mejor estar en contacto con el mundo que encontrarse tan lejos dela realidad como para poder decir cosas tan estúpidas». Ahora, sin más, las dosestamos enojadas. Ella aparta la vista de mí, para recobrarse. Y yo pienso enaquella noche que pasé conversando con un escritor ruso, hace dos años.Pronunciábamos las mismas palabras: el lenguaje comunista. Sin embargo, nuestraexperiencia era tan distinta, que cada una de las frases significaba cosas distintaspara ambos. En aquella ocasión, me sobrecogió una sensación de absoluta falta derealidad, hasta que, por fin, ya muy avanzada la noche —o, mejor dicho, demadrugada— traduje una de las cosas que había dicho y la trasladé de aquellajerga poco comprometedora a un incidente real: le conté a mi colega la historia deJan, que había sido torturado en una cárcel de Moscú. Instantáneamente, él meclavó los ojos, asustado, e hizo el mismo gesto de querer marcharse, como deescapar: yo decía unas cosas que, si las hubiera dicho en su país, le hubierancostado la cárcel. El hecho era que las expresiones de nuestra filosofía común noconstituían más que una forma de disfrazar la verdad. ¿Qué verdad? La de que notemamos nada en común, excepto la etiqueta: comunista. Y ahora, en esta otraocasión con la americana, sucedía lo mismo: podíamos usar el lenguaje de lademocracia durante toda la noche, pero describiríamos experiencias distintas. Allíestábamos, pensando que, como mujeres, nos caíamos bien; pero no teníamosnada que decirnos. Exactamente como durante aquel momento con el escritor ruso,cuando no pudimos decirnos nada más.Por fin, ella se decide a hablar:—¡Bueno, querida, ha sido la sorpresa de mi vida! —exclamó—.Simplemente, me cuesta comprenderlo —esta vez es una acusación y me vuelvo aenojar—. Como es natural —añade—, la admiro por su honestidad.«Bueno —pienso—, si me encontrara en América, perseguida por loscomités, no iría por los hoteles diciendo tranquilamente que soy comunista. Así,pues, enfadarse es deshonesto...» Sin embargo, movida por mi irritación, digo consequedad:—Quizá sería una buena idea que se informara mejor antes de invitar acenar, en este país, a otros escritores. De lo contrario, corre usted el riesgo de quebastantes de ellos la pongan en un aprieto.La expresión de su rostro denota que ha tomado distancias respecto a mí.Sospecha. Estoy encasillada como comunista y, seguramente, digo mentiras. Meacuerdo de aquel momento con el escritor ruso, cuando él pudo escoger entreaceptar lo que yo había dicho y discutirlo o batirse en retirada, que es lo que hizocon una mirada irónica de superioridad y como diciendo: «En fin, no es la primeravez que un amigo de nuestro país se convierte en enemigo». En otras palabras:«Has sucumbido al chantaje del enemigo capitalista». Por fortuna, en mitad deaquel trance aparece el americano junto a nuestra mesa. Me pregunto si la balanzase ha inclinado a este lado por el hecho de que ella hubiera cesado genuinamente,y no por cálculo, de prestarle atención. Me entristece, porque presiento que así es.259

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!