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—Tengo que salir para ir a almorzar. Tengo un almuerzo de negocios.Por la manera como lo dijo, sabía yo que no se trataba de un almuerzo denegocios, y que había dicho las palabras de aquella manera para que yo supieraque no lo era.Volví a sentirme muy enferma, y entré en mi habitación. Preparé loscuadernos. Él se asomó por la puerta, mirándome.—Supongo que estás anotando mis crímenes.Parecía que la idea le agradaba. Estaba guardando tres de los cuadernos.—¿Por qué tienes cuatro cuadernos?—Está claro, porque sentí la necesidad de dividirme, pero a partir de ahorasólo usaré uno.Me interesó oírme decir esto, porque hasta aquel momento no lo habíasabido ni yo misma. Estaba de pie junto a la puerta, aguantándose contra el marcocon ambas manos. Sus ojos me escudriñaban con odio. Pude ver la puerta blanca,con sus anticuadas e innecesarias molduras, y pensé que las molduras de la puertarecordaban un templo griego, que provenían de allí, de las columnas de un templogriego, y que a su vez recordaban a un templo egipcio, y que al mismo tiemporecordaban el haz de cañas con el cocodrilo. Allí estaba el americano, agarrándosecon ambas manos a toda aquella historia, con miedo de caerse, odiándome a mí, sucarcelero. Le dije, como ya le había dicho otras veces:—¿No encuentras extraordinario que nosotros dos, siendo seres con ciertapersonalidad —sea cual sea el sentido de la palabra—, lo suficientemente ampliacomo para abarcar todo tipo de cosas (política, literatura y arte), ahora queestamos locos lo concentremos todo en una cosita, en que yo no quiero que tú tevayas a dormir con otra y que tú sientas la necesidad de engañarme?Durante un momento volvió a ser él mismo, al reflexionar sobre ello, y luegose desvaneció o se diluyó, y el furtivo antagonista dijo:—No vas a hacerme caer con esa artimaña, no lo esperes.Se fue arriba y, cuando volvió a bajar, unos minutos más tarde, dijoalegremente:—¡Eh, que llegaré tarde si no me voy ahora! Hasta luego, nena.Se marchó, llevándoseme consigo. Pude sentir cómo una parte de mipersona salía de la casa con él. Sabía cómo salía de la casa. Bajaba las escaleras atrompicones, deteniéndose un instante en la calle. Luego se puso a caminar concautela, con el andar defensivo de los americanos; es el andar de gente preparadaa defenderse, hasta que llegó a un banco, o tal vez unos peldaños en una partecualquiera, y se sentó. Había dejado los diablos detrás, junto a mí, y durante unmomento se sintió libre. Pero yo sentí el frío de la soledad que emanaba de supersona. El frío de la soledad me rodeaba por todas partes.Miré el cuaderno, pensando que si llegaba a escribir en él, Anna volvería,pero no logré hacer que mi mano avanzara para coger la pluma. Telefoneé a Molly.505

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