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—¿Esta noche?<br />
La sonrisa de Hana decae y se me agarrota el estómago. «Tonta, tonta», pienso. «Total, ¿qué más<br />
da?».<br />
—Si no puedes, no importa. No pasa nada. Solo era una idea —digo rápidamente apartando la vista<br />
para que no note lo decepcionada que estoy.<br />
—No…, la verdad es que si quiero, pero… —Hana toma aire. Odio esto, odio lo incómodas que<br />
estamos las dos— Es que tengo una fiesta —se corrige rápidamente—, una movida para la que se supone<br />
que ya he quedado con Angélica Marston.<br />
Noto como un puñetazo en la boca del estómago. Es asombroso cómo una frase puede destrozarte las<br />
entrañas, así, sin más. Dicen que una palabra hiere más profundamente que una espada; nunca me había<br />
dado cuenta de lo cierto que es.<br />
—¿Desde cuándo sales con Angélica Marston?<br />
Una vez más intento que mi voz no suene resentida, pero me doy cuenta de que parezco la hermana<br />
quejica de alguien, que gimotea porque la han dejado fuera de un juego. Me muerdo el labio y me aparto,<br />
furiosa conmigo misma.<br />
—La verdad es que no es tan tonta —dice Hana suavemente.<br />
Lo noto en su voz: siente pena por mí. Eso es peor que cualquier otra cosa. Casi preferiría que<br />
estuviéramos gritándonos otra vez, como aquel día en su casa; incluso eso sería mejor que este cuidadoso<br />
tono de voz, que la forma en que evitamos herirnos la una a la otra.<br />
—En realidad no es engreída. Es solo que es tímida, supongo —aclara.<br />
Angélica Marston hizo tercero el año pasado. Hana se burlaba de ella por cómo llevaba el uniforme,<br />
siempre impecablemente planchado e impoluto, con el cuello de la camisa doblado de forma precisa y la<br />
falda exactamente por la rodilla. Hana decía que Angélica Marston se había tragado un palo de escoba<br />
porque su padre era un científico importante en los laboratorios. Y lo cierto es que caminaba un poco así,<br />
toda cuidadosa y como estreñida.<br />
—Pero si antes la odiabas —suelto. Parece que las palabras no piden permiso al cerebro antes de<br />
salir disparadas de mi boca.<br />
—No la odiaba —dice como si estuviera intentando explicarle álgebra a un niño de dos años—. Es<br />
que no la conocía. Siempre pensé que era una bruja, ¿entiendes? Por su ropa y todo eso. Pero es cosa de<br />
sus padres. Son muy estrictos, superprotectores y demás —mueve la cabeza—. Ella no es así. Es…<br />
distinta.<br />
Esa palabra parece vibrar en el aire durante un segundo: distinta. Por un momento veo una imagen de<br />
Hana y Angélica, tomadas del brazo, intentando no reírse, escabullándose por las calles después del<br />
toque de queda. Angélica sin miedo, bella y pertida, como Hana. Expulso la imagen de mi mente. Calle<br />
abajo, uno de los chicos le pega un buen puntapié a la lata, que se desliza entre otros dos botes abollados<br />
colocados en la calzada como portería improvisada. La mitad de los chavales se ponen a dar saltos<br />
levantando el puño: los otros, incluyendo a Jenny, gesticulan y gritan algo sobre un fuera de juego. Por<br />
primera vez se me ocurre pensar en lo fea que le debe de parecer mi calle a Hana, con todas las casas<br />
apretujadas, sin cristales en la mitad de las ventanas, con los porches hundidos por el centro como<br />
colchones viejos y castigados. Es tan distinta de las avenidas limpias y silenciosas del West End, con sus<br />
coches relucientes y mudos, y los setos verdes…