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Delirium

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por toda la calle es el salvador.<br />

No soporto mirarla, así que me vuelvo hacia la pared.<br />

—¿Dónde está Gracie?<br />

—Abajo —dice. Parte del tono quejica habitual vuelve a su voz—. Hemos tenido que poner sacos de<br />

dormir en el salón.<br />

Por supuesto, quieren mantener a Gracie alejada de mí: la pequeña e impresionable Gracie, protegida<br />

de su prima enferma y enloquecida. Realmente me siento enferma, de ansiedad y de asco. Me acuerdo de<br />

que antes he fantaseado con prenderle fuego a la casa. Es una suerte para la tía Carol que yo no tenga<br />

cerillas. Si no, tal vez lo haría.<br />

—Bueno, ¿y quién ha sido? —la voz de Jenny desciende hasta ser un susurro sinuoso, como una<br />

pequeña serpiente que lanza su lengua bífida hacia mi oído—. ¿Quién ha sido el que te ha infectado?<br />

—Jenny.<br />

Vuelvo la cabeza, sorprendida al oír la voz de Rachel. Está de pie en el umbral, observándonos con<br />

una expresión totalmente indescifrable.<br />

—La tía Carol quiere que bajes —le dice a Jenny, y esta sale disparada hacia la puerta, no sin<br />

lanzarme una última mirada por encima del hombro con un gesto que mezcla el miedo y la fascinación.<br />

Me pregunto si yo tendría el mismo aspecto hace años, cuando Rachel contrajo los deliria y tuvo que<br />

ser inmovilizada por cuatro reguladores antes de que pudieran llevarla por la fuerza a los laboratorios.<br />

Rachel se acerca a la cama, observándome con esa expresión que no muestra nada.<br />

—¿Cómo te sientes? —pregunta.<br />

—De fábula —respondo sarcástica, pero ella se limita a parpadear.<br />

—Tómate esto.<br />

Deja dos pastillas blancas en la mesita.<br />

—¿Qué son? ¿Tranquilizantes?<br />

Ella pestañea de nuevo.<br />

—Ibuprofeno.<br />

Su voz suena irritada, y me alegro por ello. No me gusta verla así, serena e indiferente, evaluándome<br />

como si yo fuera un espécimen de taxidermia.<br />

—O sea que… ¿te ha llamado Carol?<br />

Me pregunto si debo confiar en ella con lo del ibuprofeno, pero decido arriesgarme. El dolor de<br />

cabeza me está matando, y a estas alturas no creo que haya nada que me pueda hacer sentir aún peor. En<br />

cualquier caso, por más empeño que le ponga, no puedo escapar corriendo de la casa en este estado. Me<br />

tomo las dos pastillas con un buen sorbo de agua.<br />

—Sí, vine en cuanto me avisó —se sienta en la cama—. Estaba durmiendo, claro.<br />

—Perdón por las molestias. No es que yo pidiera que me dejaran sin sentido y me trajeran aquí a la<br />

fuerza.<br />

Nunca le he hablado de esta forma, y veo que le sorprende. Se frota la frente con aire cansado y por<br />

un segundo entreveo a la Rachel que yo conocía, mi hermana mayor, la que me torturaba con cosquillas y<br />

me trenzaba el pelo y se quejaba de que siempre me tocaba el helado más grande.<br />

Luego, la indiferencia vuelve a cubrir su rostro como un velo. Es asombroso que nunca me haya<br />

llamado la atención la forma en que la mayor parte de los curados pasan por el mundo, como envueltos en

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