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Delirium

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de los tipos que recogen nuestra basura, y al fondo, Dev Howard, el dueño de la tienda Quikmart que está<br />

poco más abajo de mi casa.<br />

Normalmente, el tío trae a casa la mayor parte de los alimentos que consumimos (las latas, la pasta y<br />

los embutidos) de su Stop-N-Save, una mezcla de ultramarinos y delicatessen situado en Munjoy Hill.<br />

Pero de vez en cuando, si necesitamos desesperadamente papel higiénico o leche, yo me acerco<br />

corriendo al Quikmart. El señor Howard siempre me ha producido escalofríos. Es muy flaco y tiene unos<br />

ojos negros de párpados caídos que me recuerdan los de una rata. Pero esta noche me entran ganas de<br />

darle un abrazo. Ni siquiera imaginaba que supiera mi nombre. Nunca me ha dirigido la palabra, excepto<br />

para decir: «¿Eso es todo por hoy?», después de anotarme las compras en la caja, mirándome desde<br />

debajo de la sombra espesa de sus cejas. Tomo nota mentalmente para darle las gracias la próxima vez<br />

que lo vea.<br />

Gerry vacila durante una fracción de segundo más, pero me doy cuenta de que los otros reguladores<br />

están empezando a impacientarse y mueven los pies, ansiosos por continuar patrullando para encontrar a<br />

alguien a quien trincar.<br />

Gerry lo debe de notar también, porque mueve la cabeza abruptamente hacia mí.<br />

—Pásale el carné.<br />

El alivio hace que me den ganas de reír, y tengo que esforzarme por mostrar un aspecto serio cuando<br />

cojo el documento y lo devuelvo a su lugar. Me tiemblan las manos ligeramente. Estar cerca de los<br />

reguladores produce ese efecto en la gente. Es extraño. Incluso cuando se muestran relativamente<br />

simpáticos, es inevitable pensar en todas las historias que circulan por ahí sobre las redadas, las palizas<br />

y las emboscadas.<br />

—Ten cuidado. Magdalena —dice Gerry mientras monto de nuevo en la bici—. Asegúrate de volver<br />

a casa antes del toque de queda —me vuelve a enfocar con la linterna. Yo me llevo el brazo a los ojos<br />

para protegerlos—. Más vale que no te metas en ningún jaleo.<br />

Lo dice en tono ligero, aunque por un momento me parece oír algo duro por debajo de sus palabras,<br />

un trasfondo de enfado o agresividad. Pero luego me digo a mí misma que soy una paranoica. Hagan lo<br />

que hagan los reguladores, existen para nuestra protección, por nuestro propio bien.<br />

La patrulla se mueve en bloque en torno a mí, y durante unos segundos me veo atrapada en una marea<br />

de hombros duros y chaquetas de algodón, colonia extraña y olor a sudor. El sonido de los walkie-talkie<br />

se desvanece a mí alrededor. Capto fragmentos de palabras y de avisos: «Calle Market, una chica y un<br />

chico, posiblemente infectados, música no aprobada en St Lawrence, parece que hay gente bailando…».<br />

Me empujan a un lado y a otro contra brazos, pechos y codos, hasta que por fin el grupo pasa y quedo<br />

libre de nuevo. Me quedo sola en la calle, escuchando cómo los pasos de los reguladores se hacen más<br />

distantes a mis espaldas. Espero hasta que ya no me llega el rumor de las radios ni el ruido de sus botas<br />

golpeando el pavimento.<br />

Luego salgo disparada, notando de nuevo la excitación en mi pecho, esa mezcla de alegría y libertad.<br />

No puedo creer lo fácil que ha sido salir de casa. Nunca había intentado mentirle a mi tía, nunca supe que<br />

fuera capaz de mentir en general, y cuando pienso en lo cerca que he estado de ser interrogada por los<br />

reguladores durante horas, deseo dar saltos en el aire con los puños en alto. Esta noche, el mundo entero<br />

está de mi parte. Y me faltan solo unos minutos para llegar a Back Cove. Mi corazón recupera su ritmo<br />

mientras me imagino deslizándome por la colina cubierta de hierba, frente a un Álex enmarcado por los

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