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entrado en las Criptas. Contra ese gris y esa sombra, la hierba reluce vivida y eléctrica, como si<br />
estuviera iluminada desde dentro. Va a llover en cualquier momento. Tiene que hacerlo. Me da la<br />
impresión de que el mundo contiene el aliento antes de soltar el aire en una gigantesca exhalación, de que<br />
ya no puede aguantar más la respiración y en cualquier momento se dejará ir.<br />
—Es aquí —la voz de Álex resuena sorprendentemente alta, y me sobresalta—. Justo aquí —señala<br />
un fragmento torcido de roca que sobresale del suelo—. Ahí es donde está mi padre.<br />
El prado está roto por decenas y decenas de esas rocas, que a primera vista parecían estar colocadas<br />
sin orden, al azar. Luego me doy cuenta de que han sido clavadas en la tierra de forma deliberada.<br />
Algunas están cubiertas de gastadas marcas negras, casi ilegibles, aunque en una de ellas reconozco la<br />
palabra RICHARD y en otra veo MURIÓ.<br />
Lápidas, por fin me doy cuenta. Estamos en mitad de un cementerio.<br />
Álex se ha quedado mirando un trozo grande de hormigón, tan plano como una tableta, clavado en la<br />
tierra delante de él. Se ve bien la escritura: las palabras están pulcramente escritas con lo que parece<br />
rotulador negro, y tienen los bordes un poco borrosos como si alguien las hubiera repasado una y otra vez<br />
a lo largo del tiempo. Dice: WARREN SHEATHES, R.I.P.<br />
—Warren Sheathes —digo.<br />
Quiero alargar la mano y tomar la de Álex, pero no creo que sea prudente. Hay algunas ventanas en la<br />
planta baja que dan al patio, y aunque están cubiertas por una gruesa capa de suciedad, alguien podría<br />
pasar en cualquier momento, mirar hacia afuera y vernos.<br />
—¿Tu padre?<br />
Álex asiente con la cabeza y luego mueve los hombros en una sacudida repentina, como si estuviera<br />
tratando de quitarse el sueño.<br />
—Sí.<br />
—¿Estuvo aquí?<br />
Un lado de su boca se tuerce en una sonrisa, pero el resto de la cara permanece frío.<br />
—Durante catorce años.<br />
Traza un lento círculo en la tierra con el pie, la primera señal de malestar o de distracción que ha<br />
mostrado desde que llegamos. En ese momento me siento intimidada por él: desde que le conozco, no ha<br />
hecho más que apoyarme, escucharme y ofrecerme consuelo, y todo este tiempo ha cargado también con<br />
el peso de sus propios secretos.<br />
—¿Qué sucedió?—pregunto en voz baja—. Quiero decir, ¿Qué…?<br />
Me interrumpo. No quiero presionarle.<br />
Álex me mira rápidamente y luego aparta la vista.<br />
—¿Que qué hizo?—dice. La dureza ha vuelto a su voz—. No lo sé. Lo mismo que el resto de los que<br />
terminan en el pabellón seis. Pensó por sí mismo. Luchó por aquello en lo que creía. Se negó a rendirse.<br />
—¿El pabellón seis?<br />
Álex evita mis ojos cuidadosamente.<br />
—El pabellón de los muertos —dice en voz baja—. Es, sobre todo, para presos políticos. Los<br />
encierran en celdas de aislamiento. Y ninguno llega a salir —dice señalando con un ademán los otros<br />
fragmentos de piedra que sobresalen de la hierba, docenas de tumbas improvisadas—. Jamás —insiste, y<br />
me acuerdo del letrero de la puerta: CADENA PERPETUA Y TANTO.