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Delirium

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no se va a chivar.<br />

Me escabullo hasta la calle sin dificultad, incluso me acuerdo de saltarme el antepenúltimo peldaño,<br />

porque la última vez soltó un crujido tan horrible que pensé que Carol se despertaría.<br />

Después del ruido y el jaleo de la redada, la calle está extrañamente silenciosa y tranquila. Las<br />

ventanas oscuras, las persianas bajadas, como si las casas intentaran volverse de espaldas a la calle o<br />

alzar los hombros contra miradas curiosas. Una hoja de papel rojo vuela cerca de mí, dando vueltas en el<br />

aire como las plantas del desierto que se ven en las viejas películas de vaqueros. Lo identifico como un<br />

aviso de redada, una proclamación llena de palabras impronunciables que explican la legalidad de<br />

suspender los derechos de todo el mundo por una noche. Aparte de eso, podría ser cualquier otra noche,<br />

cualquier otra noche normal, silenciosa, muerta.<br />

Pero hay algo diferente: en el viento se puede oír el murmullo lejano de pasos, un alarido agudo como<br />

si alguien llorara. Los sonidos son tan tenues que casi se podrían confundir con los ruidos del océano.<br />

Casi.<br />

Los equipos de redada han seguido su recorrido.<br />

Me dirijo rápidamente hacia Deering Highlands. Me da miedo llevar la bici. El pequeño reflectante<br />

de las ruedas podría llamar la atención. No puedo pensar en lo que estoy haciendo, no puedo pensar en lo<br />

que sucederá si me pillan. No sé de dónde he sacado esta repentina determinación. Nunca hubiera<br />

pensado que tendría el valor de salir de casa en una noche de redada, ni en un millón de años.<br />

Supongo que Hana se equivocaba respecto a mí. Supongo que no vivo tan asustada como ella cree.<br />

Paso junto a una bolsa negra de basura depositada en la acera cuando un gemido sordo me hace<br />

detenerme. Me doy la vuelta al instante, con el cuerpo en alerta máxima. Nada. El ruido se repite: una<br />

especie de lamento inquietante que hace que se me pongan los pelos de punta. Luego, la bolsa de basura<br />

que tengo a los pies se mueve sola.<br />

No. No es una bolsa de basura. Es Riley, el perro negro de los Richardson.<br />

Me acerco vacilante. Solo necesito un vistazo para saber que se está muriendo. Está completamente<br />

cubierto de una sustancia oscura, pegajosa, brillante. Al acercarme más me doy cuenta de que es sangre.<br />

Por eso, en la oscuridad, he confundido su pelo con la superficie negra pulida de una bolsa de plástico.<br />

Uno de sus ojos está apretado contra el suelo, el otro está abierto. Le han golpeado en la cabeza. Le sale<br />

mucha sangre por la nariz, negra y viscosa.<br />

Recuerdo la voz que he oído. «Total, seguro que tiene pulgas», ha dicho el regulador, y a<br />

continuación el golpe sordo.<br />

Riley me dirige una mirada tan lastimera y acusadora que por un momento juraría que es humano y<br />

trata de decirme algo, algo como: «Vosotros me habéis hecho esto». Noto unas horribles náuseas y me<br />

siento tentada de ponerme de rodillas y tomarlo entre mis brazos, o de quitarme la ropa para empapar la<br />

sangre. Pero al mismo tiempo me quedo paralizada. No puedo moverme.<br />

Mientras estoy ahí de pie, inmóvil, hace un movimiento brusco, como un estremecimiento desde el<br />

extremo de la cola hasta el morro. Luego se queda quieto.<br />

Al momento se me pasa la parálisis. Me tambaleo hacia delante, con la bilis en la boca. Doy una<br />

vuelta completa, sintiéndome como el día en que me emborraché con Hana, sin ningún control sobre mi<br />

propio cuerpo. Me inundan la ira y el asco y me dan ganas de gritar.<br />

Encuentro una caja de cartón aplastada junto a un contenedor y la arrastro hasta el cuerpo de Riley.

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