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antes, otras me resultan totalmente nuevas. No estoy del todo concentrada en lo que dice, pero agradezco<br />
el sonido de su voz, grave y seguro, familiar y reconfortante. Aunque el asentamiento no es muy grande,<br />
quizá unos doscientos metros de longitud, siento como si el mundo se hubiera abierto por la mitad,<br />
revelando una profundidad y una sucesión de capas que nunca hubiera podido imaginar.<br />
No hay muros. No hay muros por ninguna parte. En comparación, Portland parece diminuta, apenas un<br />
puntito.<br />
Álex se detiene delante de una deslucida caravana gris. Le faltan las ventanas y los huecos han sido<br />
tapados con cuadrados de tela multicolor.<br />
—Y… bueno…. esta es mi casa.<br />
Hace un gesto incómodo. Es la primera vez que se muestra nervioso en toda la noche, lo que me pone<br />
nerviosa a mí. Me trago el impulso urgente y totalmente inapropiado de soltar una carcajada histérica.<br />
—¡Anda! Es… es…<br />
—No parece gran cosa desde fuera —interrumpe él apartando la mirada mientras se muerde la<br />
comisura del labio—. ¿Quieres… eh, entrar?<br />
Asiento con la cabeza, segura de que si intentara hablar en este momento, volvería a quedarme sin<br />
voz. He estado a solas con él muchas veces, pero esta es diferente. Aquí no hay ojos que esperen<br />
atraparnos, ni voces que deseen gritarnos, ni manos listas para separarnos; solo kilómetros y kilómetros<br />
de espacio.<br />
Me ilusiona y me asusta a la vez. Aquí podría suceder cualquier cosa, y cuando se inclina para<br />
besarme es como si el peso de la oscuridad aterciopelada que nos rodea, el rumor suave de los árboles,<br />
el ruido de los animales ocultos, comenzara a golpearme en el pecho, haciéndome sentir que me disuelvo<br />
y me fundo con la noche. Cuando se aparta, me lleva algunos momentos recuperar el aliento.<br />
—Ven —dice.<br />
Apoya un hombro contra la puerta de la caravana hasta que se abre con un chirrido.<br />
Dentro está oscuro. Distingo algunas siluetas vagas que desaparecen al cerrar la puerta, tragadas por<br />
la penumbra.<br />
—Aquí no hay electricidad —dice Álex.<br />
Se mueve por la caravana chocándose contra los objetos, maldiciendo de vez en cuando entre dientes.<br />
—¿Tienes velas? —pregunto.<br />
La caravana huele raro, como a hojas de otoño caídas. Es agradable. Hay también otros olores: el<br />
limón penetrante y agudo del líquido de limpieza y, más débilmente, el aroma de la gasolina.<br />
—Tengo algo mejor —dice mientras suena un crujido. Me cae un poco de agua desde arriba, y ahogo<br />
un grito—. Perdón, perdón. Hace tiempo que no vengo. Cuidado —se disculpa Álex.<br />
Más ruidos. Y luego, lentamente, el techo de la caravana tiembla, se enrolla sobre sí mismo y, de<br />
repente, el cielo se revela en su inmensidad. La luna está casi directamente encima de nosotros, bañando<br />
con su luz el interior de la caravana y coronándolo todo de plata. Ahora veo que el techo es en realidad<br />
un enorme plástico, una versión grande de lo que se usaría para tapar una barbacoa. Álex está de pie en<br />
una silla, enrollándolo, y con cada centímetro que recoge aparece un poco más de cielo y todo el interior<br />
resplandece con más intensidad.<br />
Me quedo sin aliento.<br />
—¡Es precioso!