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Delirium

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—Elizabeth Barrett Browning —dice, y luego me pasa un dedo por el puente de la nariz—. ¿No te<br />

gusta?<br />

La forma en que lo dice, tan grave y tan seria, mientras me sigue mirando a los ojos, me hace sentir<br />

que en realidad está preguntando otra cosa.<br />

—No. Es decir, sí. Quiero decir que me gusta, pero…<br />

La verdad es que no estoy segura de lo que quiero decir. No soy capaz de hablar ni de pensar con<br />

claridad. En mi interior se arremolina una sola palabra, una tormenta, un huracán, y tengo que apretar<br />

bien los labios para impedir que crezca tanto que me llegue a la lengua y consiga salir. Amor, amor,<br />

amor, amor. Una palabra que no he pronunciado jamás con todo su significado ante nadie, una palabra<br />

que en realidad ni siquiera me he permitido pensar nunca.<br />

—No tienes que darme explicaciones.<br />

Álex retrocede otro paso. De nuevo tengo la sensación confusa de que estamos hablando de cosas<br />

distintas. De alguna manera, le he decepcionado. Lo que acaba de pasar entre nosotros —y algo ha<br />

pasado, aunque no estoy segura de qué o cómo o por qué— le ha entristecido. Lo puedo ver en sus ojos,<br />

aunque sigue sonriendo, y me hace desear disculparme, o echarle los brazos al cuello y pedirle que me<br />

bese. Pero aún me da miedo abrir la boca, me da miedo que la palabra salga disparada, y me da más<br />

miedo todavía lo que viene después.<br />

—Ven aquí —Álex deja el libro y me ofrece su mano—. Quiero enseñarte algo.<br />

Me lleva hasta la cama y de nuevo una oleada de timidez se apodera de mí. No estoy segura de lo que<br />

espera y, cuando se sienta, me hago la remolona, sintiéndome cohibida.<br />

—No pasa nada. Lena —dice.<br />

Como siempre, oírle decir mi nombre me relaja. Se echa hacia atrás en la cama y se tiende de<br />

espaldas; yo hago lo mismo hasta quedar tumbada junto a él. La cama es estrecha. Hay espacio justo para<br />

los dos.<br />

—¿Ves? —dice alzando la barbilla.<br />

Sobre nuestras cabezas, las estrellas resplandecen: miles y miles de ellas, tantas que parecen copos<br />

de nieve que giran en la oscuridad color tinta. No puedo contener mi asombro, y ahogo una exclamación<br />

admirada. Creo que nunca he visto tantas estrellas en mi vida. El cielo parece tan cercano —tensado<br />

sobre nuestras cabezas, más allá de la caravana descapotable— que me siento caer hacia él, como si<br />

pudiéramos saltar de la cama, aterrizar en su superficie y botar hacia él como si estuviéramos sobre una<br />

cama elástica.<br />

—¿Qué te parece? —pregunta.<br />

—Hace que me sienta llena de… de amor —la palabra sale de repente y al momento se me quita el<br />

peso que tenía en el pecho—. De amor —vuelvo a decir, saboreando la palabra.<br />

Una vez que lo has probado, sale sin dificultad. Corta. Concreta. No se pega a la lengua. Es<br />

asombroso que nunca la haya pronunciado de este modo.<br />

Noto que Álex está contento. La sonrisa en su voz se hace más grande.<br />

—Lo de no tener tuberías es una lata —dice—. Pero tienes que admitir que la vista mola un montón.<br />

—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí… —me sale la frase sola y empiezo a tartamudear—. Es decir,<br />

no en serio. No para siempre, pero… Ya sabes lo que quiero decir.<br />

Álex me pasa un brazo bajo el cuello. Me acerco poco a poco y apoyo la cabeza en el punto donde el

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