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Delirium

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«¿Cómo podrían conocerme si no?». Se me viene la pregunta a la mente antes de que pueda detenerla:<br />

«¿Como animal?». Inspiro hondo, me obligo a asentir y sonrío.<br />

—Perfecto.<br />

—Dinos algunos de tus libros preferidos.<br />

—Guerra, paz e interferencia, de Christopher Malley —contesto de forma automática—. Frontera,<br />

de Philippa Harolde.<br />

No puedo seguir manteniendo alejadas las imágenes: se alzan ya como una inundación. Hay una<br />

palabra que no hace más que inscribirse en mi cerebro, como si estuviera marcada a fuego. Dolor.<br />

Querían que mi madre se sometiera a una cuarta intervención. Iban a venir por ella la noche en que murió,<br />

venían para llevarla a los laboratorios. Pero en lugar de esperarlos, ella huyó hacia la oscuridad,<br />

desplegó las alas. Y antes, me despertó con aquellas palabras: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden<br />

quitártelo». Esas palabras que el viento parecía traerme de vuelta mucho después de que ella<br />

desapareciera, repetidas en los árboles secos, en las hojas que tosían y susurraban durante los fríos<br />

amaneceres grises.<br />

—Y Romeo y Julieta, de William Shakespeare.<br />

Los evaluadores asienten, toman notas. Romeo y Julieta es lectura obligatoria para todas las clases<br />

de Salud de primer año de Secundaria.<br />

—¿Y por qué te gusta? —pregunta el evaluador 3.<br />

«Da miedo». Es lo que se supone que debo decir. Es una historia aleccionadora, una advertencia<br />

sobre los peligros de los deliria antes de que existiese la cura. Pero parece que se me ha hinchado la<br />

garganta y me duele. No queda sitio para que salgan las palabras, se han quedado pegadas como esas<br />

semillas con pinchos que se clavan en la ropa cuando hacemos footing por las granjas. Y en ese momento<br />

parece que puedo oír el rugido del océano, puedo oír su murmullo lejano, insistente, puedo imaginarlo<br />

cerrándose sobre mi madre, el agua pesada como una losa. Y me sale otra respuesta:<br />

—Es bello.<br />

Al momento, las cuatro caras se alzan bruscamente para mirarme, como marionetas movidas por la<br />

misma cuerda.<br />

—¿Bello?<br />

El evaluador 1 arruga la nariz. Se percibe una tensión gélida en el aire y me doy cuenta de que he<br />

cometido un error descomunal.<br />

El evaluador de las gafas se inclina hacia delante.<br />

—Ese es un término interesante. Muy interesante —esta vez, sus dientes me recuerdan a los caninos<br />

blancos y curvos de un perro—. ¿Tal vez el sufrimiento te parece bello? ¿Quizá disfrutas con la<br />

violencia?<br />

—No, no, no es eso —estoy tratando de pensar con claridad, pero mi mente está totalmente ocupada<br />

por el rugido sin palabras del mar. A cada momento se hace más fuerte. Y, solapado, oigo débilmente el<br />

grito de mi madre, como si su aullido me llegara a través de una década—. Lo que quiero decir es que…<br />

tiene algo muy triste…<br />

Estoy luchando, voy a la deriva, me debato, siento que en ese momento me estoy hundiendo en la luz<br />

blanca y en el rugido. Sacrificio. Quiero decir algo sobre el sacrificio, pero no me viene la palabra.<br />

—Continuemos —el evaluador 1, que parecía tan dulce cuando me ofreció el agua, ha perdido su

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