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Delirium

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fuera de la casa, aparto de mi mente todas las dudas y preguntas y me concentro en ir tan rápido como me<br />

permiten los calambres de las piernas, pedaleando por las calles vacías hacia la cala, tomando todos los<br />

atajos que se me ocurren. Mientras tanto, contemplo cómo el sol desciende sin pausa hacia la línea<br />

dorada del horizonte. Es como si el cielo, que tiene un brillante color azul eléctrico en este momento,<br />

fuera agua, y la luz simplemente se estuviera hundiendo en su interior.<br />

Casi nunca salgo sola a estas horas, y me siento rara: me asusta y me excita al mismo tiempo, como lo<br />

de hablar con Álex esta tarde. Es como si el ojo giratorio que sé que está siempre vigilando se hubiera<br />

quedado ciego por una fracción de segundo, como si la mano que te ha guiado toda tu vida desapareciera<br />

de repente y te dejara libre para moverte en cualquier dirección.<br />

Las luces chisporrotean en las ventanas a mí alrededor, casi todas velas o farolillos. Este es un barrio<br />

pobre y todo está racionado, especialmente el gas y la electricidad. A ratos, el sol queda oculto por las<br />

casas de cuatro o cinco pisos, que se van haciendo más abundantes cuando giro hacia la calle Preble: son<br />

edificios altos, oscuros, esbeltos, apretados unos con otros como si ya se estuvieran preparando para el<br />

invierno, acurrucándose para conservar el calor. La verdad es que no he pensado en lo que le voy a decir<br />

a Álex, y la idea de estar a solas con él me abre de pronto un agujero en el estómago. Tengo que aparcar<br />

la bici, detenerme y recobrar el aliento. El corazón me late aceleradamente. Descanso un minuto y vuelvo<br />

a pedalear, pero ahora más despacio. Me falta como kilómetro y medio, pero ya se ve la cala,<br />

centelleando por la derecha. El sol vacila en el horizonte por encima de la masa oscura de árboles.<br />

Quedan diez, quince minutos como máximo, para que se haga completamente de noche.<br />

Entonces, otra idea me golpea como un puño y me hace parar de nuevo: él no va a estar allí. Llegaré<br />

demasiado tarde y se habrá ido. O quizá todo sea solo una broma, o una trampa.<br />

Me paso el brazo por el estómago, haciendo un esfuerzo para que los raviolis se queden donde están,<br />

y vuelvo a coger velocidad.<br />

Estoy tan concentrada en pedalear con un pie después del otro —derecho, izquierdo, derecho,<br />

izquierdo— y en el tira y afloja mental con mi tracto digestivo, que no oigo acercarse a los reguladores.<br />

El semáforo de Baxter lleva siglos sin funcionar, y estoy a punto de acelerar cuando de repente me<br />

deslumbra un muro de luz intensa: los haces de una docena de linternas están centrados en mis ojos, así<br />

que me detengo bruscamente derrapando un poco, alzo una mano para taparme la cara y casi salto por<br />

delante del manillar, lo que, por cierto, habría sido un verdadero desastre porque, con las prisas por salir<br />

de casa, se me ha olvidado coger el casco.<br />

—Alto —grita uno de los reguladores, supongo que el jefe de la patrulla—. Control de identidad.<br />

Hay grupos de reguladores, tanto ciudadanos voluntarios como empleados del gobierno, que patrullan<br />

la ciudad cada noche buscando a incurados que violen el toque de queda, inspeccionando las calles y (si<br />

las cortinas están descorridas) también las casas, para erradicar cualquier tipo de actividad no aprobada:<br />

dos incurados que se estén tocando, o que paseen juntos por la noche, o incluso dos curados dedicados a<br />

«actividades que puedan provocar la reaparición de los deliria después de la intervención», como darse<br />

demasiados besos y abrazos. Esto sucede raramente, pero sucede.<br />

Los reguladores informan al gobierno y trabajan directamente con los científicos de los laboratorios.<br />

Los reguladores fueron los que mandaron a mi madre a su tercera operación: una noche, una patrulla que<br />

pasaba la vio llorando delante de una foto, después de su segunda intervención fallida. Miraba un retrato<br />

de mi padre, y se le había olvidado cerrar las cortinas del todo. A los pocos días, estaba de vuelta en los

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