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Delirium

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sigue sin dar muchos detalles sobre los objetivos de los simpatizantes y los inválidos y la forma en que<br />

trabajan para lograrlos. No importa. No estoy segura de querer saberlo. Cuando habla de la necesidad de<br />

resistir, hay cierta tensión en su voz, y el enfado late bajo sus palabras. En esas ocasiones, y solo durante<br />

unos segundos, me sigue dando miedo, sigo oyendo la palabra inválido martilleando en mi oído.<br />

Pero, sobre todo. Álex me cuenta cosas normales: que su tía prepara un chile con carne y nachos<br />

estupendo, o que, cada vez que se juntan, su tío se pone un poco achispado y cuenta las mismas batallitas<br />

una y otra vez. Ambos están curados, y cuando le pregunto si no son más felices ahora, se encoge de<br />

hombros.<br />

—También echan de menos el dolor —dice mirando por el rabillo del ojo mi cara de extrañeza— Es<br />

entonces cuando de verdad pierdes a la gente, ¿sabes? Cuando se pasa el dolor.<br />

Sin embargo, la mayor parte del tiempo habla de la Tierra Salvaje y de la gente que vive allí, y yo<br />

apoyo la cabeza en su pecho, cierro los ojos y sueño con ese lugar: me habla de una mujer a la que todo<br />

el mundo llama Lucy la Loca, que hace enormes carillones de viento usando metal reciclado y latas de<br />

refresco aplastadas; del abuelo Jones, que debe de tener al menos noventa años, pero sigue dando<br />

caminatas por los bosques cada día, buscando bayas y animales salvajes para comer. Me habla de fuegos<br />

de campamento al aire libre, y de noches bajo las estrellas, y de larguísimas veladas cantando y<br />

comiendo y charlando, mientras el cielo nocturno se va difuminando por el humo.<br />

Sé que él vuelve de vez en cuando, y sé que sigue considerándolo su verdadero hogar. Estuvo a punto<br />

de confesarlo una vez que le dije que sentía mucho no poder ir a casa con él para ver su estudio en la<br />

calle Forsyth, donde vive desde que empezó la universidad. Si alguno de sus vecinos me viera entrar en<br />

el edificio con él, estaríamos perdidos.<br />

—Esa no es mi casa —me corrige rápidamente.<br />

Admite que él y los otros inválidos han encontrado una forma de entrar y salir de la Tierra Salvaje,<br />

pero cuando le presiono para que me dé detalles, se cierra en banda.<br />

—Tal vez lo veas algún día —se limita a decir, y yo me siento aterrorizada y feliz a partes iguales.<br />

Le pregunto por mi tío, que se escapó antes de ser sometido a juicio, y Álex frunce el ceño y mueve la<br />

cabeza.<br />

—Prácticamente nadie usa su nombre verdadero en la Tierra Salvaje —dice encogiéndose de<br />

hombros—. Aun así, no me suena.<br />

Pero me explica que hay miles y miles de asentamientos por todo el país. Mi tío podría haber ido a<br />

cualquier parte, al norte, al sur o al oeste. Al menos sabemos que no fue al este, o habría terminado en el<br />

mar. Álex me cuenta que en Estados Unidos hay al menos la misma superficie de territorio salvaje que de<br />

ciudades reconocidas. Esto me parece tan increíble que tardo un tiempo en aceptarlo, y cuando se lo<br />

cuento a Hana, ella tampoco lo cree.<br />

Además. Álex sabe escuchar, y puede estar callado durante horas mientras le cuento cómo ha sido<br />

crecer en casa de Carol, cómo todo el mundo piensa que Gracie no sabe hablar y cómo solo yo conozco<br />

la verdad. Se ríe a carcajadas cuando le describo a Jenny, su aspecto estreñido, su cara de vieja y su<br />

costumbre de mirarme por encima del hombro, como si fuera yo la que tiene nueve años.<br />

También me siento cómoda hablando con él de mi madre y de cómo eran las cosas cuando estaba<br />

viva y solo estábamos las tres: Rachel, ella y yo. Le hablo de las calcetinadas y de las canciones de cuna<br />

que nos cantaba, aunque solo puedo recordar algunos fragmentos. Quizá sea por la forma silenciosa que

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