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Delirium

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mosca en la tienda que no hace más que zumbar y chocarse con la estantería que sobresale por encima de<br />

mi cabeza, donde tenemos algunos paquetes de cigarrillos, la sal de frutas y otros productos así. El<br />

zumbido de la mosca, el pequeño ventilador que gira detrás de mí y el calor me dan sueño. Si pudiera,<br />

apoyaría la cabeza en el mostrador y soñaría, soñaría, soñaría. Soñaría que estoy de vuelta en la cabaña<br />

con Álex. Soñaría con la firmeza de su pecho apretado contra el mío, y con la fortaleza de sus manos, y<br />

con su voz que dice: «Déjame que te muestre».<br />

Suena la campanilla que hay encima de la puerta y salgo bruscamente de mi ensoñación.<br />

Ahí está, entrando por la puerta con las manos metidas en los bolsillos de unos pantalones de surf y el<br />

pelo de punta, totalmente desbaratado en torno a su cabeza como si realmente estuviera hecho de hojas y<br />

ramitas. Álex.<br />

Casi me caigo del taburete.<br />

Me lanza una rápida sonrisa de medio lado y comienza a caminar por los pasillos con aire perezoso,<br />

cogiendo productos al azar, como una bolsa de cortezas de cerdo y una lata de sopa de coliflor<br />

verdaderamente asquerosa. Mientras pasea, emite exageradas exclamaciones de interés, como «esto<br />

parece riquísimo», y me cuesta un esfuerzo enorme no soltar una carcajada. En cierto momento tiene que<br />

pasar apretándose junto a Jed; los pasillos de la tienda son bastante estrechos, y Jed no es exactamente un<br />

peso pluma, pero apenas le mira, y a mí me recorre un escalofrío: no lo sabe. No sabe que aún puedo<br />

sentir el sabor de los labios de Álex en los míos, que aún puedo sentir cómo su mano se desliza por mis<br />

hombros.<br />

Por primera vez en mi vida he hecho algo por mí misma, por elección propia, y no porque alguien me<br />

haya dicho que era bueno o malo. Mientras Álex pasea por el supermercado, pienso que hay un hilo<br />

invisible que nos mantiene unidos, y eso me hace sentir más fuerte que nunca.<br />

Por fin llega al mostrador con un paquete de chicles, una bolsa de patatas y una zarzaparrilla.<br />

—¿Algo más? —pregunto, con cuidado de mantener la voz firme. Pero siento el color que me<br />

ruboriza las mejillas. Sus ojos hoy son asombrosos, casi oro puro.<br />

Hace un gesto con la cabeza.<br />

—No, eso es todo.<br />

Marco las compras. Las manos me tiemblan; estoy desesperada por decir algo más, pero me preocupa<br />

que me oiga Jed. En ese momento entra otro cliente, un hombre mayor que tiene aspecto de regulador. Así<br />

que le entrego el cambio a Álex contándolo tan despacio y tan cuidadosamente como puedo, tratando de<br />

retenerle frente a mí el mayor tiempo posible.<br />

Pero no hay tantas maneras de contar el cambio de un billete de cinco dólares. Al final le paso la<br />

vuelta. Nuestras manos se tocan cuando se la doy, y me recorre una descarga eléctrica. Quiero agarrarle,<br />

atraerle hacia mí, besarle allí mismo.<br />

—Que pase un buen día —mi voz suena muy aguda, estrangulada. Me sorprende incluso ser capaz<br />

pronunciar alguna palabra.<br />

—Desde luego que lo voy a pasar —me lanza su arrebatadora sonrisa torcida mientras camina hacia<br />

la puerta—. Voy a ir a la cala.<br />

Y entonces se va caminando por la calle. Intento verle marchar, pero el sol me ciega en cuanto sale<br />

por la puerta y se vuelve una sombra borrosa y titilante, que destella y desaparece.<br />

No puedo soportarlo. Odio la idea de que recorra las calles, alejándose más y más. Y me quedan más

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